¿Donde está la ley?
Fin de semana. Excursión por la costa guipuzcoana. Elegimos para comer la cafetería-restaurante de un centro público que tiene bastante más de 100 metros cuadrados de superficie de atención a clientes. Eso sí, no hay ningún cartel que indique la prohibición de fumar, salvo en la zona acondicionada para ello. Zona que no existe o no está señalada.
Qué maravilla para no fumadores como nosotros y, sobre todo, para nuestra hija de ocho años: ambiente limpio, sin humos. Hay más comensales pero nadie fuma. Y es que, efectivamente, no hay ningún cenicero. Los han retirado todos.
Empezamos a comer. Entran tres clientes que se sientan cerca de nosotros. Los tres dejan sus cajetillas de tabaco encima de la mesa. Nos miramos expectantes, a la espera que el dueño les diga amablemente que no se puede fumar.Uno de ellos se levanta y se acerca al mostrador. Alarga un brazo y de dentro de la barra saca un cenicero. Vuelve con él a su mesa y los tres comensales encienden despreocupadamente sus cigarros. Y no paran de fumar.
Tal vez el dueño del establecimiento se sienta un poco desbordado por el desparpajo del trío fumador. Pero también nos preguntamos por qué guarda ceniceros si en ese establecimiento la ley prohíbe fumar.
Entran más clientes y repiten la maniobra. Uno de ellos se sienta detrás de nosotros y enciende un puro. Sin piedad nos fustiga con sus humaradas. Mi hija de ocho años me pregunta por qué fuman si allí está prohibido. Y es que hemos elegido ese establecimiento precisamente por eso: porque pocas dudas había de que en ese lugar no se puede fumar.
Pienso con resignación e ironía en las palabras que escuché a diversos portavoces de asociaciones de hosteleros y de fumadores respecto al tabaco en los lugares cerrados: no es un problema que se arregla con leyes sino con educación y respeto a la convivencia.
Estamos ya en el café. El ritmo de trabajo ha descendido, y el cocinero del establecimiento, que también parece ser el responsable del local, sale al comedor. Se sienta en una mesa a departir amistosamente con unos clientes. Saca su cajetilla, enciende un cigarro y se lo fuma con la satisfacción y la tranquilidad que da el deber cumplido.
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