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Columna
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Agca por Sofía o el valor de una bala

El hotel Moskva en las afueras de Sofía, enfrente de la embajada soviética con dimensiones más propias de un ministerio que de una legación diplomática, tuvo a mediados de los ochenta fama internacional. No por la arquitectura pretenciosa occidentalizante de la desestalinización que jamás pudo competir con la estética magnífica estalinista y brutal del Hotel Balkan cerca del mausoleo de Georgi Dimitrov. También era obvio que no podía deberse a sus ni siquiera viejas pero ya decrépitas instalaciones, saqueadas por los huéspedes, en general delegaciones de países hermanos, las más temidas las de las repúblicas soviéticas transcaucásicas que se llevaban hasta los grifos como recuerdo. Como tampoco a su servicio, de cósmica indolencia. Aquel hotel remoto se hizo famoso porque fue el escenario donde la segunda potencia mundial de entonces creyó necesario desplegar pruebas de que no había querido matar al Papa de Roma. Y nadie la creyó. Alí Agca, un joven turco, le había pegado un tiro a Juan Pablo II en San Pedro en Roma en 1981. Había estado antes mucho por Sofía. Ahora, cuarto de siglo después, sale de prisión. Él todavía no ha dicho quien le encargó disparar. Ya son pocos e interesados quienes dudan de que fueron los servicios secretos búlgaros por encargo soviético. Y nadie puede hoy dudar de que el KGB actuaba con buen criterio cuando dio aquella orden. Mucho habría sido distinto de haber muerto aquel día el Papa. Agca falló y desde ese día al Kremlin le falló prácticamente todo.

Allí, en las faldas del monte Vítosha, encima de un fétido club nocturno de paredes rojas aterciopeladas, espectáculo de malabarismo y contorsionistas gitanas de medias rotas y uñas negras y rubias con carné de putas expedido por la policía política, se centró en aquellos años el último esfuerzo propagandístico desesperado de la URSS antes de sucumbir. Acababa de fracasar en su intento de intimidar a Occidente para forzar a la OTAN a que no respondiera al despliegue masivo de misiles de medio alcance soviéticos en Europa oriental. La OTAN, con el último gran servicio a la democracia del canciller alemán socialdemócrata Helmut Schmidt, había aprobado la Doble Decisión de respuesta al rearme soviético.

En el Moskva se abrió públicamente el comienzo del capítulo final de la agonía de la ideología comunista. Pese a volcar a todo su aparato en el empeño, la URSS había sido incapaz de lograr manipular a las opiniones públicas occidentales para impedir que el rearme soviético tuviera respuesta. En el Moskva, el portavoz del Gobierno, Boyan Traikov, sudaba en ejercicios retóricos vanos para convencer al mundo que no eran ellos quienes estaban tras el intento de matar al polaco que había revolucionado Polonia inoculando a sus compatriotas un agente contra el miedo. Agca, que ha cumplido 20 años de cárcel en Italia y cinco en Turquía, era un joven producto de su tiempo, miembro de los Lobos Grises, un grupo fascista manipulado por el KGB como tantas bandas terroristas de izquierdas eran utilizadas por los servicios secretos turcos o soviéticos. Agca es pivote en la historia, tan protagonista al fallar como lo habría sido acertando. Si Wojtyla muere, aquella década habría sido otra y nuestro mundo no sería éste.

Hoy serían más los que nos hablarían de los éxitos del "socialismo real" y la "democracia avanzada". Serían más los que difamarían a los demócratas y liberales anticomunistas como fascistas, cuando los que han pactado siempre con los nazis, los han emulado, acompañado y superado en el crimen son ellos, los que lamentan que Agca errara y creen de vuelta la hora del laboratorio social, de la coacción redentora, en Cataluña o Bolivia. Los comunistas tendrían las cuentas saneadas. Ceaucescu le regalaría más relojes a Carrillo. No escandalizaría la indecencia de este anciano al despreciar a decenas de miles de rumanos torturados y asesinados por su "amigo íntimo", según él un amable gobernante al que los rumanos hoy elegirían en las urnas. En fin, si Agca no falla, serían aun mayor legión quienes pretenden con Carrillo haber tenido razón con ideas que sembraron de millones de muertos Europa y el mundo entero.

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