_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Doble vicio

Imagino, doctor, que será algo pasajero, pero yo, que soy una fumadora ocasional, por primera vez en mi vida sueño que fumo. Hace unas noches casi di fin de una cajetilla de Marlboro y al despertarme tenía la lengua estropajosa y me dolía la cabeza. Incluso sentí el típico remordimiento que acompaña a las resacas. Esa patética sensación de haber sido débil, de haber caído de nuevo, de estar hecha polvo una vez más. Pero si digo la verdad, nunca en la vigilia he fumado con tanto placer y entrega. El cigarrillo se iba consumiendo poco a poco, mientras yo absorbía el humo de una forma inenarrable. ¡Dios, qué manera de inhalar! Era como si el subconsciente hubiera decidido poner las cosas en su sitio y demostrarme lo que era fumar de verdad, lo que me había estado perdiendo durante estos años en que me dedicaba a llenar ceniceros y a impregnarme la ropa de un olor nauseabundo para mitigar la ansiedad. Puede que ésa sea la clave, doctor, la ansiedad, la inseguridad, el aburrimiento, el no bastarnos con nosotros mismos, el querer añadir un extra a nuestra vida. Incluso a veces no hay más remedio que machacarse un poco y rebajar la energía para ponerse en sintonía con el entorno. Qué pena que las grandes revelaciones lleguen en los momentos críticos, cuando una era está terminando, cuando una pareja está rompiendo, cuando uno se enamora. El resto del tiempo es como si consumiéramos humo, ¿no le parece, doctor?

Tras esta experiencia onírica tuve que enfrentarme a la realidad cuando en una sobremesa alguien deslizó sobre el mantel la dichosa cajetilla. ¿Cojo o no cojo uno?, me pregunté casi filosóficamente. Alargué la mano, pero la detuve. Aún permanecía en mi memoria la imagen de ese cigarrillo ideal de filtro amarillo, papel blanco y ceniza gris, a cuyo lado el cigarrillo real no podía competir. Ni yo estaría a la altura de mí misma produciendo aquellas caladas perfectas. Así que me contuve. Me había curado, había logrado dejar el vicio milagrosamente. Y además me había ahorrado leerme un voluminoso folleto sobre el asunto que había encontrado en el buzón, ponerme parches de nicotina y apuntarme a cursos. Me da en la nariz que todas estas cosas sirven para que se desista de fumar antes de tener que pasar por ellas. En cualquier caso, nunca antes había sido capaz de alternar con mis semejantes sin un cigarrillo entre los dedos, sin este fuego que uno enciende con su aliento, sin esta pequeña hoguera entre los vasos y las palabras (perdón por la licencia poética, doctor). Qué liberación y cuánta pureza en mi cuerpo. En diez años estaría tan sana como una recién nacida, sobre todo si lograba quitarme de todo lo demás.

Pero llegó la noche. Me dormí. Y una intensa sensación se abrió paso entre los sueños que estaba teniendo. Absorbía la médula de un cigarrillo tras otro. Fue una noche tremenda. Cayeron tres cajetillas de rubio. Al despertar, la habitación apestaba y tenía ganas de toser. Abrí la ventana de par en par con una sospecha: también olía a Ducados. A mí el tabaco negro no me va, luego en el sueño había alguien más fumando conmigo. ¿Quién era? ¿Dónde estábamos? ¿Qué estaba pasando entre nosotros? Hice un repaso de los conocidos que fumaban Ducados. Ya no podría volver a mirarlos con inocencia. Tal vez uno de ellos sabía más que yo de estas noches y de lo que ocurría en mi cabeza, de mis ilusiones y mis miedos. Lo que sí es seguro es que llevo una doble vida que no controlo. Es dormirme y cruzar a ese otro lado tal vez peligroso, un lugar en que acaso no pongo freno a mis instintos. La curiosidad me empuja a saber más sobre mis correrías nocturnas y empiezo a desear que llegue la hora de acostarme, de apagar la luz, de cerrar los ojos. Tal vez hoy por fin descubra algo nuevo, me digo. Y seguramente lo descubra, pero por la mañana lo único que recuerdo es una masa de humo, mientras que en el espejo me veo los ojos inyectados de nicotina, doctor.

Sin embargo, durante el día el tabaco me da auténtico asco. Me he convertido en la típica que protesta en cuanto ve a alguien sacando el mechero. Claro que tampoco resistiría intoxicarme de verdad y de mentira al mismo tiempo. En algún momento, en alguna cara de esta historia, debo respirar con fluidez, pensar con claridad. Ya me repugna bastante estar tan manipulada por mi subconsciente. ¿Cree que tengo arreglo?

Entonces el doctor se quita las gafas, mete la mano en el bolsillo de la bata blanca y saca una cajetilla de Ducados. Se enciende un cigarrillo sonriendo. "Ya hablaremos cuando te despiertes".

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_