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Columna
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De la autoridad y del autoritarismo

Josep Ramoneda

No hay ciudad ni rincón del mundo que escape a las presiones ideológicas del momento. El debate sobre el civismo ha permitido ver como también la sociedad barcelonesa -y no sólo sus sectores más conservadores- está siendo conquistada por el discurso del miedo que trata de invertir la escala de valores de la tradición liberal para colocar la seguridad por encima de la libertad y a imponer sacrificios en ésta a costa de aquella. Toda decisión tomada bajo la presión de la opinión pública -y de una campaña mediática muy concreta- acostumbra a ser problemática. La democracia es reflexión. Tomar medidas como respuesta inmediata a una oleada de denuncias periodísticas acostumbra a marcarlas con dos elementos característicos de la precipitación: la amalgama y la desproporción. La amalgama: se mezclan con suma facilidad conductas que poco tienen que ver unas con otras, generando de este modo mensajes confesionarios a la opinión. ¿Qué tienen en común la mendicidad y el botellón?, pongamos por caso. Desproporción: se aplican sanciones que muy difícilmente se pueden hacer cumplir, con lo cual se deja la real aplicación de las ordenanzas al buen sentido del guardia de turno.

A menudo las sociedades atribuyen sus infortunios a dos factores: a la inmoralidad de la víctima y al enemigo exterior. Sancionar a quienes duermen en la calle o a quienes practican la mendicidad tiene que ver con este recurso a la culpabilización del que desluce nuestro paisaje urbano. Y sin embargo, casi nadie duerme en la calle por gusto -y si alguien lo hiciera, sería discutible su derecho cuando no se le puede garantizar una vivienda digna-. Y el hecho de que haya una delincuencia organizada de la mendicidad obliga a actuar contra estas mafias, pero no justifica que se sancione a aquellos que acuden a este recurso como última instancia de supervivencia. Indirectamente, y a los ojos de la ciudadanía, se ha criminalizado a todas las personas que duermen o mendigan en la calle, convirtiendo -al modo americano- la marginación social en la consecuencia de la maldad moral que habita a los que la practican.

Por lo que hace al enemigo exterior, la inmigración y el turismo de masas son útil coartada para nuestras propias miserias. Es sabido que el inmigrante sirve de chivo expiatorio de casi todo. El turista de medio pelo es una de las obsesiones de determinado discurso supuestamente de izquierdas que critica la conversión de los centros urbanos en parques temáticos. ¿No debería ser un motivo de satisfacción de la izquierda que el turismo ya no sea un privilegio exclusivo de las clases altas? Dicen, sin embargo, los responsables de la Guardia Urbana que los autores de los actos de incivismo son en su mayoría barceloneses de toda la vida.

Con todo, lo que me parece más relevante de este debate es una cierta confusión en torno a los conceptos de autoridad y de responsabilidad. Se parte de una crítica fundada: las generaciones que rompimos el corsé del autoritarismo en materia de educación y costumbres no hemos sabido sustituirlo por el sano ejercicio de la autoridad sobre nuestros hijos. Hemos sucumbido a lo que Pascal Bruckner llamó la tentación de la inocencia. Hemos creído que acabar con el autoritarismo de las familias tradicionales eximía de la responsabilidad de ejercer la autoridad sobre los hijos. De modo que la idea de responsabilidad habría estado durante algún tiempo en el alero: por falta de exigencia en los distintos niveles de formación de los jóvenes -desde la familia hasta el ámbito educativo- y por un clima, especialmente en las clases medias y medias-altas, de sobreprotección de los hijos en una coyuntura de aumento general del bienestar, que se traduciría en cierta sensación de impunidad.

A este discurso se añade el de las personas reactivas a todos los cambios que ven en las inseguridades generadas por el proceso de globalización y sus efectos una especie de barra libre, fruto de la pérdida de influencia de los mecanismos de control social tradicionales.

Todas estas interpretaciones tienen bases sólidas de apoyo. Y es cierto que, en un mundo en que el individualismo ha pasado de ser el principio de garantía de la libertad personal a una alternativa a la propia idea de sociedad, cualquiera concepto que tenga que ver con el bien común o con la responsabilidad colectiva vive en precario. Es tiempo en que parece que la única caridad, bien o mal entendida, empieza por uno mismo. Y que la idea de obligaciones no se tiene tan clara como la idea de derechos. Pero que nada hay más peligroso para la libertad que supeditar la libertad individual a la libertad colectiva. Las libertades son siempre, en última instancia, individuales: es un ciudadano el que la ejerce de modo personal e intransferible. Y la función del poder democrático es crear el marco en que todos los ciudadanos puedan ejercer el máximo de libertades posibles. Con lo cual sólo está justificado limitar para ampliar, para hacer que sea mayor el número de gente que puede ejercer con más libertad.

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Éste debe ser el sentido del civismo. El límite es siempre la libertad de los demás. Y la convivencia tiene que buscar una optimización de las libertades de muchos y no una reducción a la baja. Lo cual explica por qué la convivencia en libertad siempre genera conflictos. Al fin y al cabo, la democracia se basa en la solución de los conflictos por la vía de la mediación y el pacto. Convivir es, en gran medida, pactar. Del mismo modo que los padres en casa pactan con los adolescentes para que la convivencia familiar sea posible, los distintos agentes sociales deben encontrar las formas óptimas de negociación. Para ello, ciertamente, es necesaria la autoridad. Pero la autoridad la da la razón mucho más que la amenaza. Y con la razón se refuerzan las normas necesarias que una sociedad debe tener para su buen funcionamiento. Pero cuando la razón se pone al servicio de lo coyuntural, de los estados de opinión, puede parecer oportunista y caprichosa. Con lo cual las normas no emanan tanto de la autoridad como del autoritarismo. Y salen, de este modo, mermadas precisamente de autoridad.

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