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Columna
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Felices sesos

Estamos como los Lunnis al sol, llenos de falsas expectativas, porque para eso estrenamos año. ¿Cuántos propósitos se hizo el día de Nochevieja, atribulado lector? No, no se preocupe que no voy a escribir la lista de los que ya ha incumplido y tampoco le diré que el de dejar de fumar -o su contrario- no cuenta porque hay una ley de por medio. Simplemente, quiero que me acompañe a reflexionar un poco por si a usted también la resaca le ha salido filosófica. No sé si se habrá fijado en que todos los propósitos que uno se hace tienen que ver con el cuerpo, seguramente porque los otros, los de índole moral, son demasiado volátiles y duran menos que la copa de champán o cava ante la cual uno los emite. En cambio, los otros agarran más porque tienen que ver con aquello a lo que uno se agarra; sí, los michelines también, pero principalmente esta envoltura carnal que nos hace y nos construye y a la que tratamos con muy pocos miramientos pues la embozamos de colesterol, la lastramos con piedras, aunque sea en el riñón, y la forramos con una capa de grasa como si fuéramos focas que deban retozar en aguas antárticas. Todo ello sin contar con los años, los chuletones y los kalimotxos que nos echamos al coleto. Total, que llega un buen día en que nos damos cuenta de que no nos pesan los años, sino que nos pesan los kilos y los años. Y como no tenemos remedio juramos que nos apuntaremos al aerobic y a ese pilates que nos lava las manos, digo, las culpas y, si es posible, una talla.

No es por desanimarle, pero hay formas mejores. ¿Ha probado a cambiar de cuerpo? No, no me refiero a que le pongan la cara de un fiambre, sino el cuerpo entero; vamos, que cojan su cerebro y lo trasplanten a un recipiente nuevecito. Pues, se lo crea o no, es lo que ha hecho el novelista inglés Hanif Kureishi. Bueno, me dirá que lo ha hecho sólo en una novela, pero, ¿no ha oído decir que la naturaleza imita al arte? Desde luego, los doctores capaces de tal proeza no vienen aún en las Páginas Amarillas, ni siquiera en las de bolsillo, pero no le quepa duda de que algo se está cociendo. Es un decir, claro, porque un cuerpo cocido no serviría de nada. Habría más bien que congelarlo, y eso nada más producirse el óbito, pero congelarlo sin cerebro, que es lo que no han entendido todos esos que, como Walt Disney, esperan que un buen día los resuciten mientras duermen en medio de los guisantes y los palitos de merluza. En realidad, se trata de que congelen a otro mientras nuestro cerebro, que es, según parece, el trono de la vida, permanece vivito y coleando. Así lo ha entendido Kureishi y así lo entiende el protagonista de su novela, que cede a la tentación y consigue que le metan sus resabiados sesos de setenta años en un atlético cuerpo de veinteañero. El choque es tan brutal que el sujeto pasa de filosofar acerca de lo que significaría el cambio a simplemente vivirlo; en una palabra, quien filosofa es el cerebro del viejo cuando está en el cuerpo del viejo, mientras que el cerebro del viejo acepta el hedonismo más desenfrenado en cuanto entra en el cuerpo del joven.

Reconocerán que la cosa tiene su atractivo, pero no sé cómo nos las arreglaríamos aquí, ya que hay muchísimos más viejos que jóvenes y resultaría muy raro que desaparecieran todos los jóvenes, y más para convertirse en el alojamiento de unos cerebros que son bastante rancios o nos iría de otra manera. No quiero ni pensar lo que podría suceder si los sesos de Arzalluz aterrizaran en el cuerpo de algún borrokalari fichado o los de la Zenarruzabeitia en la carcasa de López, y no quiero pensarlo para no dar ideas a los bromistas. Reconozcámoslo, muy pronto habrá que quitar de los portales eso de que no se admite propaganda para dejar que nos buzoneen las últimas ofertas de cuerpos provenientes del Tercer Mundo. Porque allí es donde se generan más jóvenes, con lo que no tendremos más remedio que cuidarlo, y eso que saldrán ganando. De modo que olvídese del body y haga planes para mejorar su mente. Le juro que no es más difícil.

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