El pandillero del casco viejo
La primera ciudad de Panamá, fundada en 1519 por Pedro Arias de Ávila, es hoy un montón de escombros medio comidos por la selva, un bonito lugar para paseos ecológicos y peregrinaciones históricas. Los piratas, entre ellos el ilustre bucanero Sir Henry Morgan, la devastaron tantas veces que en 1674 la corona española trasladó la ciudad a una península escarpada, a la que rodeó de una espesa muralla, vestigios de la cual todavía subsisten. Este antiguo barrio, al que los panameños llaman el Casco Viejo, de perspectivas paradisíacas a la hora del crepúsculo, se compone de poco menos de cuarenta manzanas entre las que se encuentran algunas bellas construcciones, como la iglesia de San José y su barroco retablo, o la catedral. Pero, en general, las mansiones coloniales se han tugurizado o desplomado por el peso de los cipreses que, en la fantástica feracidad del lugar, crecen por todas partes, en los techos, las paredes y hasta en las hornacinas de los abandonados conventos.
Sólo en los últimos años se ha iniciado una campaña para rehabilitar este barrio y convertirlo -como ha ocurrido en San Juan de Puerto Rico, Cartagena o Santo Domingo- en un motivo de atracción turística al mismo tiempo que devolverle su vieja prestancia. En los alrededores de la plaza Francia y sus hermosas acacias algunas edificaciones de los siglos XVIII y XIX han resucitado ya y dan una idea de lo sugestivo y agradable que podría llegar a ser el Casco Viejo de Panamá si este esfuerzo persevera y el entusiasta grupo de arquitectos, sociólogos y técnicos que trabaja en el proyecto "Revive el Casco" bajo la dirección de Ariel Espino recibe el apoyo que necesita.
Uno de los problemas que deben enfrentar es el de la delincuencia callejera que hasta hace muy poco hacía estragos en todo el barrio. Erradicarla es una delicada y difícil tarea, policial, social y cultural a la vez. El Casco Viejo está dividido en cuatro zonas en las que reinan cuatro pandillas, con sus territorios milimétricamente fijados, a los que llaman "los caserones": Los Chacales, Ciudad de Dios, Los Boys y Los Hijos Pródigos. Un centenar de delincuentes las componen, la mayor parte adolescentes y algunos niños y, entre ellos, una cuarta parte son mujeres. Tuve ocasión de conocer algunas interioridades de este submundo gracias a Ricardo Alemán (me pidió no dar su nombre verdadero) que fue el fundador de la banda de Los Chacales, cuando estaba en la cárcel. Tuvimos una charla de un par de horas, bajo un sol de plomo, en las vecindades del monumento a los franceses que murieron tratando de construir el primer canal, bajo la dirección de Ferdinand de Lesseps. Me explicó que para ser aceptado en una de estas pandillas hay que "tumbarse a un enemigo" o hacer "un pase arriesgado con la mercancía, es decir, la droga".
Ricardo es un muchacho de 27 años, blancón y de pelo ensortijado, musculoso, con un ojo ligeramente desviado. Nació en este barrio, nunca conoció a su padre y su madre lo abandonó cuando él acababa de cumplir 11 años. Dice que la desaparición de su madre lo desmoralizó mucho y que desde entonces comenzó a fumar marihuana y a vender droga por las calles, para la pandilla "Los hijos de Dios". Vivía con sus abuelos "pero ellos eran viejos y débiles y no podían controlarme". Consumir y vender cocaína era un excelente negocio; las barcazas colombianas soltaban las boyas en el mar, a la altura del Mercado Central, y por pescar y traer a la orilla cada boya o fardo los jefes narcos pagaban "un montón de plata", un negocio que las pandillas juveniles del Casco Viejo se disputaban a trompadas y cuchillazos. El hermano mayor de Ricardo murió en aquellos días, abaleado, al asaltar un comercio en una calle céntrica de la ciudad.
Entre sus once y quince años, Ricardo atracó a transeúntes, robó casas y comercios, participó en innumerables peleas callejeras en las que resulto herido e hirió muchas veces, hasta que fue capturado in fraganti en una de esas fechorías y pasó cerca de un año en una correccional de menores. "Ese tipo de vida me gustó. La pandilla era mi familia: me apoyaba, me defendía, me daba dinero y droga". Volvió a la calle con el prestigio de haber estado entre rejas y de inmediato reanudó su vida de delincuente precoz. A los quince años recibió su bautismo de fuego: le ofrecieron cinco mil dólares por matar a un "burro" colombiano a quienes los jefes narcos acusaban de haberles robado la mercancía que contrabandeaba para ellos. Le dieron una pistola y los llevaron a él y a otro adolescente que debía colaborar en la operación, a las puertas de una cafetería de la calle Cincuenta. Allí le señalaron a su víctima. Estaba comiendo y los dos muchachos esperaron que terminara, pagara la cuenta y saliera. Ricardo llevaba una pelota. Se le acercó y se la tiró al cuerpo, de modo que el "burro" tuviera las manos ocupadas tratando de atajar la pelota mientras él le disparaba. Le descargó los cinco tiros de la pistola y lo vio desplomarse, aullado.
Pero, a continuación, las cosas no ocurrieron como estaba previsto. Los jefes narcos que los habían contratado y que debían recogerlos en el auto para sacarlos de allí, en vez de hacerlo, comenzaron a dispararles a boca de jarro: no querían que hubiera testigos del arreglo de cuentas. El compañero de Ricardo fue abatido y él escapó de milagro, corriendo como un desaforado, pero sólo para caer en manos de la policía, a la que había atraído la balacera.
Estuvo sólo un año y seis meses preso, debido a su minoría de edad. En ese tiempo, con siete compañeros de prisión, dos violadores, un homicida y cuatro asaltantes, formó la banda "Los niños del maíz", que participó en una guerra de pandillas en las que en los años siguientes más de treinta pandilleros perecieron, dentro y fuera de las cárceles. Al volver a la calle, se especializó en asaltar joyerías, pero luego se dedicó sobre todo a distribuir droga, "negocio mucho más rentable". Comenzó a manejar buen dinero, a tener aventuras con mujeres, y a los dieciocho años tuvo una hija con una amante de ocasión. Poco después cayó en una trampa de la policía, que lo andaba buscando hacía tiempo. Pasó siete años en distintas cárceles de Panamá y allí, dice, "me gradué con honores en la mejor universidad del delito del mundo". Habla con mucho orgullo de su capacidad para sobrevivir e imponerse en ese ambiente carcelario promiscuo y feroz donde el único compañero leal con que contaba era "mi platina" (mi cuchillo). "Un grupo dormíamos de día y otro de noche, cuidándonos, para que los otros no nos liquidaranen el sueño". A diferencia de otros reclusos, no practicó el homosexualismo en la prisión, "porque yo tenía dinero para pagar a los guardias que hacían entrar mujeres". Allí formó la pandilla de "Los chacales", que se extendió por todas las cárceles y los barrios bajos de la capital panameña.
Cuando recuperó la libertad tenía 25 años y el cuerpo lleno de cicatrices de las peleas carcelarias (me muestra las de los dos brazos). En esa época se enamoró locamente de una muchacha del Casco Viejo que era "de familia correcta". Sus padres no le permitían que se juntara con él y debían verse a escondidas. Ella lo exhortaba a cambiar de vida, pero él no le hacía el menor caso. En eso fue detenido por posesión ilegal de armas y debió pasar otro año en la cárcel. Su noviecita le llevaba comida y lo visitaba puntualmente: esa devoción, dice muy serio, "sin darme mucha cuenta, me fue acercando a Dios". En ese período decidió "salir de esa otra cárcel que era la pandilla". Lleva más de dos años sin cometer delito alguno. Pero sigue viviendo en el Casco Viejo y sus antiguos amigos y enemigos de las cuatro pandillas del barrio lo observan con curiosidad, con burla y, uno que otro, con envidia. Le pregunto si no teme que, ahora que anda desarmado, alguien que le guarde rencor aproveche para victimarlo. "Yo sé cuidarme y además sé quién es quién en estas calles", me responde, sonriendo.
Añade que, hace ya tiempo, un día asistió, más por aburrimiento que por otra cosa, a una reunión que organizó en el barrio colonial una de las fundadoras del proyecto "El Casco revive", la licenciada Judith Jaen, en la que explicó que para rehabilitar toda esa zona era imprescindible que colaboraran los vecinos. Se inscribió y por 300 pesos de salario ("lo que antes yo ganaba en una hora") trabajó en la restauración de unas bóvedas coloniales. Le gustó mucho esa experiencia y desde entonces ha sido un colaborador empeñoso en todos los esfuerzos de la Oficina del Casco Viejo por incorporar a los jóvenes vecinos a los distintos programas. El de teatro, sobre todo, en el que los muchachos y las muchachas del barrio representan en la calle o los patios de vecindad historias que ellos mismos escriben, contando sus vidas. Pero Ricardo se apresura a explicarme que, aunque hace estas cosas por echar una mano en algo que sin duda vale la pena, él no aspira a permanecer haciendo menudencias de este calibre toda la vida. ¿Y cuáles son sus proyectos para el futuro? "En la cárcel yo descubrí mi verdadera vocación: tallar y hacer muebles", me asegura. Y, señalándome unas puertas de maderas labradas de una casa en reparación, confiesa, sacando pecho: "Me gustaría llegar a ser algún día el mejor ebanista de Panamá". Buena suerte, muchacho.
© Mario Vargas Llosa, 2005. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2005.
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