¡Es la Constitución, estúpido!
La decisión de George W. Bush de autorizar a la Agencia Nacional de Seguridad (NSA), dependiente del Pentágono, las escuchas de las comunicaciones internacionales de ciudadanos estadounidenses sin mandamiento judicial y sin autorización previa del Congreso no sólo constituye un atentado contra la división de poderes tradicional de la República, sino que puede desembocar en una grave crisis constitucional, agravada por la cercanía de las elecciones legislativas del próximo noviembre. Unas elecciones, en las que congresistas y senadores tratarán de marcar distancias con la Casa Blanca, si ésta persiste en su empeño de recortar las libertades civiles con la excusa de proteger la seguridad nacional en "la guerra contra el terror". Alentada principalmente por el vicepresidente Dick Cheney, la controvertida medida forma parte de una campaña orquestada por la actual Administración desde su llegada al poder en enero de 2001 con el claro objetivo de robustecer la autoridad del ejecutivo, en detrimento de los otros dos poderes, el legislativo y el judicial. Se trata de establecer lo que The New York Times calificaba recientemente en un editorial de "La Presidencial imperial de Dick Cheney", una idea que choca frontalmente con los principios que inspiraron a los Padres Fundadores y que constituyen la base sobre la que descansa el sistema político de controles y equilibrios, plasmado en la bicentenaria Constitución estadounidense.
La protección de la privacidad de los ciudadanos está garantizada nada menos que desde el 15 de diciembre de 1791, cuando se incorporan a la Carta Magna de cuatro años antes las 10 primeras enmiendas constitucionales conocidas como Bill of Rights (Ley de derechos). En efecto, la IV Enmienda, -amendment en el sentido anglosajón de "mejorar un texto", no en el español de "corregir"-, dice taxativamente: "El derecho del pueblo a la seguridad en sus personas, casas, documentos y efectos no será violado". Y añade que, para cualquier registro, será necesario un mandamiento judicial.
La Administración ha invocado en su defensa los poderes que le concede la Foreign Intelligence Surveillance Act, una ley de 1978, aprobada en plena Guerra Fría durante la presidencia de Jimmy Carter. Pero, esa ley obliga al ejecutivo a buscar la aprobación del Congreso y la de los tribunales para ordenar escuchas telefónicas, algo que en este caso no ha hecho el dúo Bush-Cheney, a pesar de que existe un tribunal secreto, compuesto por magistrados federales, con la única finalidad de autorizar las escuchas y que, en una emergencia, permite al ejecutivo ordenarlas, siempre que se informe a la corte en un plazo máximo de 72 horas. La obsesión de Cheney por reforzar los poderes de la presidencia, inoculada a Bush poco después del 11-S, no es nueva. Desde sus tiempos de jefe del Gabinete del presidente Gerald Ford y como congresista por su estado natal de Wyoming, el actual vicepresidente siempre ha mantenido que, a lo largo de los años, los poderes legislativo y judicial han erosionado "la prerrogativa presidencial", en contra, según su teoría, de la concepción presidencialista de la República pensada por los Padres Fundadores y, en especial, por Alexander Hamilton. Afortunadamente, EE UU sigue siendo, en palabras de Condoleezza Rice en su reciente gira por Europa, "un país de leyes". Y así lo siguen entendiendo el Congreso y los tribunales. La aprobación por el Congreso de una ley contra la tortura y los tratos humillantes a los sospechosos de terrorismo, en contra de los deseos del ejecutivo; la negativa del legislativo a convertir en permanente los aspectos más controvertidos de la Patriot Act, como pretendía la Casa Blanca, y la dimisión de un magistrado del tribunal federal de escuchas así lo demuestran. Con su actitud, Bush y Cheney parecen ignorar el recelo innato, producto de la historia, que los estadounidenses sienten hacia cualquier intromisión gubernamental en sus vidas. Un recelo que se traduce en la existencia de la sociedad civil más cohesionada y poderosa del mundo. Un recordatorio. Cuando en 1942, en plena II Guerra Mundial, se pretendió crear la primera agencia de espionaje del país, la OSS (Office of Strategic Services), el Congreso rechazó que estableciera su sede en territorio estadounidense. Consecuentemente, la OSS tuvo que operar ¡desde Ginebra! Tuvieron que pasar seis años para que, como consecuencia del creciente enfrentamiento entre Washington y Moscú, el presidente Harry S. Truman arrancara la aprobación del Congreso para que la actual CIA pudiera operar desde EE UU.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.