El mejor espíritu catalán mediterráneo
Miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y, en 1981, premio Nacional de Artes Plásticas del Ministerio de Cultura, Joan Hernández Pijuan es uno de los artistas catalanes contemporáneos, sin duda, más interesantes y prolíficos. En la pasada Bienal de Venecia mereció ser seleccionado por María Corral, que ya le organizó una gran retrospectiva en 1993 en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Evidentemente, Pijuan tuvo otros reconocimientos y honores, pero lo importante es el legado de su obra, una obra que, a mi juicio, tiene que ver mucho con el mejor espíritu catalán mediterráneo, hasta el punto de que, me atrevería a decir, fue probablemente el artista catalán que mejor comprendió la sensibilidad de ese gran maestro olvidado que fue Joaquim Sunyer. En cierto sentido, Hernández Pijuan entendió no sólo la apurada síntesis en el dibujo de Sunyer, sino también su sentido musical, orgánico, clásico.
Formado en la Escuela Superior de Bellas Artes de Barcelona y, después, en el París de los años cincuenta, donde conoció directamente la ebullición del informalismo francés, cuando regresó a España ya era un artista manifiestamente abstracto, que, en un principio, estuvo obsesionado por los juegos de la luz, en violentos contrastes entre el blanco y negro, subrayados mediante pinceladas muy rotundas y expresivas. Artista de muy refinada sensibilidad, Hernández Pijuan tuvo una larga maduración lenta, en la que fue decantando progresivamente un cada vez mayor sentido esencial de la pintura, de tal manera que, durante la etapa de su madurez, llegó a una purificación formal muy próxima al minimalismo. En cualquier caso, incluso cuando arribó a ese estado de purificación formalista, Hernández Pijuan siempre tuvo un sentido de fragancia paisajista, rememorando el sentido telúrico de ese gran patriarca de las artes catalanas que fue Joan Miró.
En esta madurez es cuando se vuelve a los motivos paisajistas de la naturaleza más elemental, buscando motivos en elementos florales, como la serie de Buganvillas o Cipreses, pero también en series estructurales como la de Catedrales. Un aspecto muy importante en la obra de Hernández Pijuan es la toma de conciencia del espacio, sobre todo, a partir de los años sesenta, cuando empieza a geometrizar el espacio y a dar un valor propio a las superficies vacías. En realidad, es entonces cuando por una vía deambulatoria llega a reafirmarse en los géneros clásicos, como el paisaje o el bodegón, meras excusas para sus investigaciones lineales y espaciales, para ahondar en el sentido de la luz. Es cierto que siempre le preocupó ese elementalismo de la expresión artística, que él interpretó al principio mediante una gestualidad más expresionista, pero que después fue aligerando de todo lastre subjetivo. Suele ocurrir que durante la madurez los grandes artistas se van despojando de toda retórica y, en este sentido, Hernández Pijuan no fue una excepción, porque admirablemente en estos años cada vez se sometía a un proceso de retracción expresiva que hacía de su pintura prácticamente una esencia, una atmósfera, un perfume.
Al margen de su notable actividad como artista, Joan Hernández Pijuan tuvo una participación muy activa como promotor de las artes. Hay que citar al respecto cómo fue uno de los protagonistas que más hicieron para activar la Fundación Joan Miró y cómo, asimismo, fue un profesor generoso que impartió lecciones en la Escuela de Bellas Artes de Sant Jordi, Barcelona, y en la Escuela Eina de esta misma ciudad, sin olvidarnos de su dirección de múltiples talleres para artistas. En esta hora triste de su desaparición, uno no tiene más remedio que lamentar no sólo la pérdida de uno de los grandes artistas españoles de la segunda mitad del siglo XX, sino quizá la manifestación más genuina de la depurada sensibilidad del noucentisme catalán, que de una forma no ruidosa ha iluminado lo mejor de la sensibilidad de la periferia mediterránea.
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