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Paradojas del progreso

Joan Subirats

Estos días de sobredosis familiar y de amistad más o menos obligada, permiten tomar el pulso a personas que conoces desde hace tiempo y con quienes contrastas periódicamente estados de ánimo. Ese pequeño y poco representativo universo nos descubre sensaciones de bienestar relativo en lo material y de significativo desasosiego en los aspectos emocionales o subjetivos. La mejora de muchos parámetros materiales que caracterizan la calidad de vida son muy significativos si nos ceñimos a una parte mayoritaria de la población. Pero no parece que esa mejora en el bienestar genere una satisfacción paralela en los aspectos anímicos. Puede ser que una parte de esa desafección provenga de la conocida reacción de quienes siempre piensan que podrían estar mejor. Incluso viviendo en el Edén podrían surgir quejas sobre lo previsible y monótono que resultaría una dieta permanente de leche y miel. Pero la insatisfacción sobre nuestra forma de vivir parece apuntar a algo más de fondo. Producimos ingentes cantidades de productos cada vez más personalizados y que responden a complejas fantasías de servicio, pero al mismo tiempo generamos tal estrés y presión sobre nuestras vidas que parece que no tengamos tiempo ni ocasión para disfrutar de todo ello. La gente tiene más cosas que nunca, pero al mismo tiempo está crecientemente insatisfecha.

Algunos autores han buscado diversas explicaciones a ese fenómeno que afecta sobre todo a los países más desarrollados. Algunos apuntan a la "ansiedad de escoger" (originada por una desmesurada y desbocada oferta que trata de asimilar autonomía individual con opción de consumo). Otros hablan de "la negación de la abundancia" (por la cual, por mucho que se tenga, siempre se tiene la sensación de carecer de algo importante). También hay quien se refiere a la "ansiedad del colapso" (generada por la convicción, reforzada crecientemente, de que la prosperidad de Occidente se basa en un derroche de recursos naturales y de explotación de terceros que no puede ni podrá sostenerse). Se menciona asimismo la "revolución de las expectativas alcanzadas" (como esa sensación de vacío que produce el conseguir lo que largamente se buscaba, pero que una vez alcanzado te deja sin objetivos). En general, lo que parece claro es que la expansión del consumo, de la capacidad de gasto y del bienestar material, no llena a muchas personas, y les genera nuevas inquietudes más difíciles de resolver en una tienda cualquiera. De la "necesidad material" estaríamos pasando a la "necesidad de sentido". Y si bien proliferan libros de autoayuda, espacios de antiestrés o actividades múltiples de relajación, está bastante claro que no hay una gran oferta de "sentido vital" circulando.

Regis Debray apuntaba recientemente que si Freud hubiera podido pasearse entre los restos humeantes de los coches quemados por los adolescentes de la banlieu de París, no se habría sentido reconfortado por la aparente desconexión entre la revuelta y las motivaciones religiosas integristas, sino que, al contrario, hubiera señalado a la carencia de sacralidad como la gran causa devastadora. Los arrabales de París no disponían hace 40 o 50 años de las condiciones materiales ni de los servicios públicos con que cuentan hoy. Las exigencias eran claras y específicas, y estaban bien alimentadas por los ideales seculares del movimiento obrero y por el sentido de pertenencia a una clase, a una comunidad, a un barrio, que colectivamente trataba de salir de una situación considerada estructuralmente injusta. La desafiliación, la desconexión social, ha ido sustituyendo las banderas por las mercancías, los líderes sociales por los cantantes de rap. En los comentarios de Debray late la nostalgia por una época y una épica en la que la esperanza agitaba corazones y movilizaba colectivos. Y ve en los sucesos de París la simple desesperación de los vándalos, dejados de lado por el capitalismo, y que carecen de sentido de pertenencia alguno. No tienen lazos subliminales que les unan en torno a ideales comunes. ¿Cuál es su proyecto? ¿Cuáles son sus valores?

La alusión a Freud y a la religión nos traslada a una de las últimas obras del ilustre profesor vienés: El malestar de la cultura. Como es bien sabido, en ese trabajo Freud nos advierte de que la búsqueda desenfrenada de los individuos desde su más tierna edad del puro placer, sin límite alguno, sólo puede hacernos desembocar en un aumento incontrolable de la violencia y la agresividad. En este sentido, los elementos sagrados, los elementos de autoridad reconocidos como tales, permitirían ajustar, encuadrar las pulsiones individuales que sin esos límites se desbordan violentamente. La crisis de las instancias estructuradoras (familia, escuela, profesión, Estado...) y su aparente sustitución por el individualismo consumista generaría crecientes explosiones de agresividad incomprensible. Frente a ello, aparecería el recurso a la autoridad represiva como única alternativa, pero esa vía autoritaria y coactiva se apoyaría sólo en la fuerza, no en una autoridad reconocida como tal. Falta autoridad simbólica, sacralidad compartida, elementos que configuren sentido individual y colectivo. Nos sobra autoritarismo y nos falta autoridad. Nos falta orden colectivo. Y ante esas carencias no son suficientes nuevas leyes y ordenanzas. Un supermercado nunca generará comunidad ni sentido de pertenencia. Los modelos sociales de referencia más en boga se basan en personas y situaciones que muestran altos y sofisticados parámetros de consumo, inalcanzables por vías naturales, y por tanto generadoras de ansiedad por encontrar atajos rápidos y simples. Los más jóvenes son los más sensibles a esos reclamos narcisistas. No es sencillo resacralizar nuestras vidas con mimbres religiosos o políticos oxidados o profundamente erosionados.

Pero es también evidente que el progreso material, si no va acompañado de sentido vital, de concreción colectiva y compartida de progreso, sólo generará tensiones e insatisfacciones.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.

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