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Columna
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Tabaco

En el capítulo cuarto de su novela Belarmino y Apolonio, cita Ramón Pérez de Ayala a un tal Cristóbal Hayo, maestro físico de Salamanca, en su alabanza al tabaco: "Usando dél no se siente soledad". Y es cierto: aunque resulta complicado explicar el turbio mecanismo neuronal que convierte la nicotina en optimismo, encender un cigarrillo siempre ha servido a los fumadores para ahuyentar fantasmas y encarar con menos cobardía una prueba que se presiente ardua. Muchos siglos después del maestro Hayo, en una carta a su editor Paco Porrúa, que había tenido que abandonar el hábito por prescripción médica, Cortázar se ratificaba en su misma opinión: no sabía si podría vivir sin tabaco, porque la ceniza le hacía mucha compañía. En el bar Ducal, junto al Teatro Falla de Cádiz, se ha instalado una urna para que los parroquianos decidan mediante la práctica del voto si debe ser o no local vetado al alquitrán, el cianuro y toda esa droguería de que advierten las esquelas de las cajetillas. No es un caso aislado; por todas partes se extiende el mismo referéndum, mientras televisores y revistas agotan el estruendo de su propaganda para convencer a la población de una buena vez de que fumar equivale a cáncer, infarto y vejez prematura, y de que el mundo sería mucho más hermoso y azul si los ceniceros desaparecieran. Debo reconocer que también a mí han llegado a convencerme, y que un porvenir donde no se pueda charlar en una cafetería bien repleta de humo o iniciar un ligue abriendo la pitillera me desilusiona severamente. Dejaré de fumar, sí, más por aburrimiento que por otra cosa. El cuerpo, aseguran, me lo agradecerá; en cuanto al alma, que es mucho más sensible, no lo sé.

La práctica del tabaquismo exige una cierta disposición de ánimo, cierta indolencia, esa especie de indiferencia filosófica que hacía a Sherlock Holmes olvidarse de las menudencias de la vida doméstica para mascar su pipa y concentrarse en sus análisis. El fumador es un hombre resignado, pasivo, observador, que prefiere mirar desde la platea a campar sobre el escenario, que deja a otros el protagonismo de la representación y se limita a apreciar la calidad del drama. Fumadores típicos eran los personajes de Juan Carlos Onetti, esas criaturas exiliadas y opacas que se refugiaban en cuartos de pensiones, que no hacían más que empalmar cigarrillos página a página, tumbarse en la colcha miserable de la habitación y consumir cigarrillos entre proyectos inútiles y recuerdos. En su refugio, aquellos personajes se sentían menos humillados y solos gracias al tabaco. Al inicio de su guión para la película Smoke, de Wayne Wang, Paul Auster relata el calvario de un apócrifo escritor soviético que tuvo que sufrir el cerco nazi sobre Leningrado sin papel de fumar; para no sentirse más desdichado, decidió emplear para ese menester las cuartillas en que había escrito sus novelas: se fumó su literatura. No contradiré a doctores ni lumbreras de la salud pública que han determinado con un gran aparato de estadísticas, radiografías y cateterismos que este vicio es nocivo para el organismo y que todo el que lo abandona, como yo hoy, se hace un espléndido favor a sí mismo. Pero que tampoco me contradigan si afirmo que el humo nos ha arrullado muy a menudo y que le debemos servicios más amables que la bronconeumonía de los documentales.

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