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Columna
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Ortega y la botella

No sabemos aún cuántas botellas (más o menos, seguramente menos) de cava catalán se habrán descorchado este fin de semana navideño. Es todavía pronto para hacer estadísticas y presentar balances. Pero en esa botella de cava está quizás la madre del cordero del problema de España y la resolución de su conflicto. Porque si hay un conflicto secular, un conflicto con todas las de la ley, un contencioso eterno, un problema ante el cual la cuadratura del círculo es un juego de niños, ese es el jeroglífico de España.

Es el problema que avivó el seso a Ortega. El pasado 18 de octubre se cumplió el cincuenta aniversario de la muerte del hombre que le puso los pies en la tierra a la filosofía para ponerla a hablar de las cosas concretas, la realidad empírica, es decir, lo que pasa en la calle y lo que le sucede a la gente que va por la calle. "La realidad no puede ser mirada", dice Ortega, "desde un solo punto de vista. Todos los puntos de vista se necesitan para comprender el mundo". Seguramente Ortega, que empieza a filosofar obsesionado por la idea de España como problema, observa la botella desde todos los ángulos, la mira bien mirada y se toma su tiempo para pensar en ella un siglo antes (o noventa años antes) de que Carod-Rovira y Jiménez Losantos pongan de moda el botellón patriótico-mediático. Un botellón que, inevitablemente, deja un hediondo rastro de vomitonas y de vidrios rotos.

Hay que tener cuidado con los malos poetas y los patriotas con camisa negra, suelen ser peligrosos aunque sean pequeños de estatura (o a lo peor también por eso mismo). Luego la gente acaba a botellazo limpio, sin pensar que una buena botella en buen uso, aunque sea una botella vacía, puede tener aún utilidad. La botella de cava -esa botella que Ortega se pasó media vida mirando de arriba a abajo y de derecha a izquierda- puede servirle al náufrago para salir de su isla. Claro que ni el radiofonista ni el político parecen interesados en salir de sus islas ratoneras, de sus países hechos a medida, donde cualquier retaco puede parecer un gigante de cuento. Celso Emilio Ferreiro nos habló del país de los enanos, un lugar de lo más confortable, de lo más concurrido.

Si Ortega vuelve, noventa años después, en plena Navidad del año 2005, a dar vueltas alrededor de una botella de cava catalán igual que este diario hizo la semana pasada, observará que el vidrio viene de Zaragoza, el corcho de Extremadura, la cápsulas de la Rioja alavesa, las etiquetas de Murcia y las cajas de madera de Castellón. Por lo tanto, la botella de cava que Carod ve como la quintaesencia de su patria es una apología de la España diversa. De la misma manera, la botella que el hombre de la radio episcopal ve como representación de la disgregación catalanista, es la mejor metáfora de la unidad de España. La botella de cava es unidad (no de destino en lo universal) en el más orteguiano y empírico sentido. España, definitiva, inexorablemente, es hoy una unidad de mercado en lo universal. Esas Españas que, a decir de Ortega, conviven juntas como dos perfectas extrañas, harían bien, aunque sea en Navidad y a modo de experiencia prematrimonial, en abrir una de esas botellas de cava tan estúpidamente boicoteadas.

Hay que pensar desatinadamente, desesperadamente para andar proponiendo boicots al personal. Esa forma de ser "infinitamente dramática" es, para Ortega, la clave del jeroglífico de las Españas. Después de andar andando por Castilla, el País Vasco y Andalucía, el filósofo de la unidad europea concluyó que el modelo ideal para nuestro país se encontraba en el Sur de la península. "Andalucía ha caído en poder de todos los pueblos violentos mediterráneos y siempre, en veinticuatro horas, sin ensayar la resistencia, sedujo y conquistó al conquistador". Se reivindica lo que no se tiene o aquello de lo que no se está seguro (cultura vasca, cultura catalana o cultura berciana). Los andaluces, nos enseña Ortega, han sabido vencer al invasor donándole su cultura y asumiendo la suya en una especie de comercio sutil y saludable.

El problema, por fin, encuentra solución. La botella de cava ya tiene dueño: un andaluz que vive en Barcelona y que camina por el Paseo de Gracia (lo contaba Vicent el domingo) con una bolsa del Corte Inglés en la mano como única bandera.

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