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El uso político de las catástrofes

Daniel Innerarity

Las actuales democracias tienen una extraña dificultad para configurar alternativas, es decir, para orientar un cambio de elección. No es que no haya alternancia en el Gobierno y cambios políticos; lo curioso es que muchos de esos giros se producen con una cierta anormalidad, en torno a algún acontecimiento excepcional y sobre la fuerza desestabilizadora de una catástrofe. Alguna explicación debe tener el hecho de que casi nunca es la oposición la que gana propiamente unas elecciones sino que las pierde el Gobierno y además de manera catastrófica. Da la impresión de que la política corriente, los temas prosaicos, no bastan para hacer visible la diferencia entre las opciones políticas, ni el antagonismo que sería necesario para modificar las preferencias sociales. Los procedimientos normales de oposición y crítica, tan rituales y tan escenificados, apenas proporcionan un cauce a través del cual pueda precipitarse la alternancia política.

Aquí puede haber una crisis más profunda de lo que parece y que no afectaría sólo al Gobierno y a la oposición, ni a un país en concreto, sino a la política en general, y que tiene que ver con la escasa fuerza innovadora de la política, incapaz de configurar y transformar. Hace tiempo que los verdaderos cambios sociales tienen lugar fuera de los escenarios diseñados al efecto, a impulsos de acontecimientos exteriores y en cierto modo extraordinarios. La oposición, cualquier oposición, lo sabe y se esfuerza por agitar esas turbulencias ya que sólo de ellas puede esperar la ocasión y el impulso movilizador que no encuentra en el campo específicamente político. ¿Tiene esto algo que ver con la confrontación actual entre el Gobierno socialista y el PP? Pienso que sí y que en el asunto hay una lógica que vale la pena tratar de entender.

Traigamos a la memoria algunos casos en los que una catástrofe ha conseguido derribar a un Gobierno. Con ocasión de los efectos causados recientemente por un huracán en Nueva Orleans, alguien recordaba que las inundaciones de 1927 fueron un factor decisivo para que Huey Long ganara las elecciones para gobernador de Luisiana en 1928 y Herbert Hoover se convirtiera un año después en presidente de Estados Unidos. Una correcta reacción frente a las inundaciones dio la victoria a Schröder en las elecciones alemanas de 2002 frente a un favorito Stoiber que continuó su cacería. Son algunos de los muchos ejemplos que cabe mencionar del asombroso poder que ejerce la meteorología sobre los Gobiernos cuando devasta territorios enteros, hiela nuestras carreteras o alarga la sequía hasta lo insoportable. Pero no se trata sin más de que la naturaleza usurpe el lugar que le corresponde a la política, pues lo decisivo sigue siendo el modo como se reacciona a la catástrofe. Los atentados terroristas son otro tipo de catástrofes que ponen igualmente a prueba a todos los agentes políticos, pero tampoco en este caso hay que sucumbir al determinismo ya que un atentado puede derribar o fortalecer a un Gobierno, según el modo como se gestione. Cualquiera recordará casos de reacción inteligente y otros de torpeza; en unos y otros casos, lo decisivo ha sido siempre el modo como se hizo frente a la crisis.

Decía Carl Schmitt que es soberano quien puede determinar el estado de excepción, en el sentido de quien tiene en su mano la decisión última de suspender la normalidad constitucional. Esta idea podría reformularse actualmente del siguiente modo: soberano es quien aprovecha el estado de excepción, esta vez en el sentido de quien reacciona bien ante las circunstancias excepcionales. De hecho, si nos fijamos en la agenda política de las cuestiones que han suscitado los mayores debates, lo que nos encontraremos son asuntos catastróficos como incendios, accidentes aéreos, inundaciones, nevadas o sequías y en torno a estos desastres se agita la tarea de la oposición. Quien ejerce el ingrato oficio de oponerse sabe que no tiene a su alcance otro instrumento de mayor eficacia que una catástrofe mal gestionada y en torno a la cual pueda escenificar su perfil alternativo con un antagonismo gesticulado hasta el extremo. La excepción catastrófica es el verdadero "pelotazo" en política. Así parecen haberlo entendido también los Gobiernos, que han elaborado protocolos muy exigentes para estas eventualidades y están cada vez más atentos para no dar una oportunidad a la oposición. Hemos convertido la política en una gestión de la excepcionalidad; lo normal, eso queda para los burócratas porque ahí nunca puede surgir algo políticamente rentable.

Si esto es así, ¿qué hacer cuando no hay catástrofes, cuando esa fuerza movilizadora extrapolítica, siniestra pero decisiva, no comparece? Pues muy fácil: se inventa. Y es que para alterar el campo de juego vale incluso la mera sospecha de la catástrofe. Hay toda una serie de procedimientos para anticipar sus efectos sobre el espacio político. Buena parte del trabajo de la oposición consiste en alterar el orden regular de las cosas por el simple procedimiento de insistir en que alguien está alterando el orden regular de las cosas. Podríamos denominar a este procedimiento "catastrofizar" o "excepcionalizar". ¿Hace falta poner ejemplos cercanos para reconocer una estrategia de dramatización que incluso puede ser premiada por las encuestas? Cabe, por ejemplo, hacer creer que la reforma de un Estatuto viene tutelada por una organización terrorista; presentar como irregular un procedimiento normal de reforma e impedir su tramitación; manifestarse a favor de la normalidad constitucional, como si estuviera realmente amenazada; sacar a pasear la religión como si su práctica estuviera impedida; defender a la familia dando por supuesto que está en trance de desaparecer...

Pero la oposición tiene unas razones que el Gobierno no entiende ni puede entender. Pocas argumentaciones resultan más patéticas que criticar a la oposición afirmando solemnemente que sólo quiere desgastar al Gobierno, como si de este modo se desvelara una oculta conspiración o como si la oposición pudiera desear otra cosa. El problema no es ese, evidentemente, y la oposición permanece insensible a este tipo de argumentos. Podría amonestársela señalando el hecho de que desgastando al Gobierno se desgasten de paso también otras cosas más valiosas que afectan al sistema democrático o a la cultura política. Tampoco es una razón convincente y además participa de la misma lógica catastrofista cuando dramatiza las consecuencias negativas de una tal confrontación. Contrariamente a lo que suele decirse, el sistema resiste bastante bien una mala oposición; lo aguanta mejor que sus votantes, que aquellos a quienes representa o cuyos intereses defiende. Una mala oposición se daña antes a sí misma que al sistema. El sistema tiene más paciencia que los electores de la oposición. Por eso no creo que este argumento haga desistir al enfervorizado opositor. Lo único realmente disuasivo es que la oposición pueda desgastarse a sí misma, que sea la propia oposición la que caiga en la cuenta de que ese procedimiento supone un riesgo para ella misma, en concreto para un valor que no debe dilapidar: su credibilidad. Para la estrategia opositora, tan importante es mantener el nivel de dramatismo como sostener el marco de verosimilitud dentro del cual sus presagios resultan creíbles. La oposición ha de mantener un equilibrio especialmente difícil: conseguir que la opinión pública perciba como insólito al Gobierno y no le parezca insólito que la oposición pueda arreglar el supuesto desastre. Porque si hemos de creer a la oposición cuando advierte frente a peligros irreparables, tal vez nos resulte increíble que esto tenga remedio.

Toda oposición se encuentra ante el riesgo -del que advertía Luhmann- de confundir la oposición con la protesta, de hacer la primera con los métodos y la agenda de la segunda. Es algo que condenó a cierta izquierda durante mucho tiempo a una posición cómoda en relación con los principios e inofensiva en cuanto a su capacidad de transformación social, y que podría condenar a la derecha sociológica a una similar irrelevancia. Claro que a mí esto me preocupa más bien poco, pero no tarda mucho en inquietar a sus votantes. Quien pretende el poder no puede permitirse el lujo de olvidar que la oposición forma parte del sistema político y por eso -no por una razón de talante- ha de estar dispuesta a hacerse cargo del Gobierno e incluso a colaborar ocasionalmente con él. Esto tiene un efecto disciplinante sobre el modo de plantear la confrontación democrática. La oposición puede y debe criticar al Gobierno, por supuesto, pero sin olvidar que en algún momento sus propios puntos de vista han de poder defenderse desde el Gobierno. Pero la oposición catastrófica apela a principios identitarios, morales, religiosos y cuando se tiene tanta razón es secundario disponer o no de una mayoría. De ahí que prescinda tan alegremente de la perspectiva de la gobernabilidad, motivo por el que resulta tan corta de vista.

Cabría concluir estos consejos no pedidos a la oposición con una pequeña teoría: gobernar es algo que está al alcance de cualquiera, lo difícil es hacer oposición. Es ahí donde uno se hace verosímil como gobernante. En el fondo, los electores pensamos que puede lo menos quien ha hecho lo más, es decir, premiamos con el Gobierno a quien ha hecho bien la tarea de la oposición.

Daniel Innerarity es profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza.

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