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Columna
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Ladrillos

Hace mucho tiempo que le pusieron puertas al campo y fronteras a la impasiva y lasciva, por lujuriosa, acción de la naturaleza. "La naturaleza urbanizada", rezaban las vallas publicitarias de una lujosa urbanización de las afueras de Madrid, levantadas para tranquilizar a su posible clientela de urbanitas renegados, ciudadanas y ciudadanos hastiados de las incomodidades, penalidades, asaltos y sobresaltos de la vida urbana y capitalina, pero desconfiados, recelosos de encontrarse, cara a cara, con el medio ambiente en su estado natural, con más árboles que semáforos.

Para reforzar la seguridad y hacer que la transición de la ciudad al campo, del piso a la campiña recalificada, fuera menos traumática y, al mismo tiempo, mucho más rentable para ellos, los urbanizadores de la naturaleza urbanizable construyeron chalés adosados, psicochalés, chalés virtuales si, con el diccionario, llamamos chalé a un edificio aislado y con parcela alrededor. Parcela sí tienen los adosados de la sierra madrileña que forman muralla y se apiñan para protegerse y sostenerse. Obligados a crecer en vertical, por aquello del adosamiento, muchos de estos chalés virtuales dividen el espacio habitable en tres plantas, con buhardilla y sótano, en los mejor dotados, propiciando el saludable ejercicio físico de sus moradores, tramos de escalera entre el dormitorio y la cocina, el salón y el cuarto de baño, el comedor y la habitación del niño, niña, único, única, que no hay sitio y los metros cuadrados mandan.

Muy pocos de estos nómadas fugitivos que dejaron la capital encontraron la Tierra Prometida tras el éxodo. Los recién llegados se trajeron con ellos los problemas de la ciudad: las carreteras suburbanas de acceso a Madrid se colapsan a diario, puntualmente, en hora punta, los días laborables, y las obras interminables y enojosas que alteraban sus nervios y sus horarios en sus barrios urbanos se han desplazado a las urbanizaciones campestres; se necesitan más carreteras, más autopistas, más nudos, más rotondas, más aparcamientos para satisfacer sus necesidades; más luces, más vallas y más controles de seguridad para quitarles el miedo a las ignotas tinieblas.

La inseguridad urbana también se ha mudado al campo en persecución de sus presas, y crecen los robos a chalés y casas de campo aisladas. Pero no todo son problemas, la vida adosada pequeña permite pequeños placeres: plantar un árbol, único, por supuesto; cuidar 20 metros de césped, descuidando el consumo de agua, o lavar el coche a manguerazo limpio y sacarle brillo en los aburridos fines de semana. ¿Aburridos? Hoy día, cualquier urbanización de medio pelo ofrece acceso a un campo que parece de verdad un campo de golf, y el campo mejor cuidado y urbanizado.

El coto de caza y el campo de golf son, a veces, los últimos reductos de la naturaleza en estas ciudades que rodean y amplían los dominios de la gran ciudad. Y para practicar su deporte familiar favorito, el shopping, los grandes centros comerciales han seguido sus huellas y se han instalado en sus inmediaciones, dando el golpe de gracia a los pequeños comercios de los pequeños pueblos que, gracias a ellos, ya ni son pueblos ni son pequeños, porque se han convertido en ciudades satélite en la órbita de Madrid.

El Señor de los Ladrillos recalifica la tierra media madrileña; las grandes llanuras del sur y las estribaciones de la sierra del norte son sus feudos, sus taifas; ante sus brigadas mecánicas, la naturaleza retrocede y es colonizada por el asfalto y el cemento, y los parques naturales supervivientes son cercados y diezmados, sistemática e impunemente. Entre la oleada de calificaciones, propiciada por el Gobierno autónomo, que cuenta entre sus mentores con algunos de estos constructores de imperios, figura, por ejemplo, la de Valdemorillo, a punto de recalificar 1.800 hectáreas protegidas hasta la fecha. Ante el agotamiento del terreno edificable y la voracidad de la demanda, los parques naturales y las zonas rústicas se han convertido en preciadas reservas, auténticas minas de oro para especuladores sin escrúpulos; perdón por la redundancia.

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Con esta magna recalificación, Valdemorillo cuadruplicará su población y dejará de ser Valdemorillo. Como decía la copla: "Calahorra no es Calahorra, que es talmente Guasintón...".

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