Pena de muerte
Nuevamente, un asesinato legal es noticia de portada en los diarios. Esta vez, el de Stanley Tookie Williams, en San Quintín, California.
Parece mentira que, en pleno siglo XXI, se mantengan atavismos de justicia basada en el talión, despreciando cualquier forma de respeto a los derechos fundamentales del hombre.
Creo recordar que fue Sartre quien enunció la idea de que la pena de muerte es el más cruel de los asesinatos porque implica que, al penado, se le avisa del día, la hora y la forma en que va a morir y, mientras llega el momento, se le mantiene recluido en un almacén de muertos expectantes.
La pena de muerte no es una pena eficaz y baste ver que los lugares en que se aplica no tienen, precisamente, los índices de criminalidad más bajos. Tampoco es una pena justa porque supone castigar un hecho execrable con otro o el mismo hecho execrable. Y, por último, no contribuye en nada a la reinserción del delincuente en la sociedad.
El gobernador de California no ha querido hacer uso del derecho de gracia con Williams y esa muerte debe caer sobre su conciencia, pero ése es el mal menor. Lo deseable es que la pena de muerte desaparezca de todas las regulaciones legales del mundo, en cualquier tiempo y lugar y que nadie tenga el derecho de considerar si la aplica o la condona.
Pongo el acento en que no quiero entrar a considerar si Williams estaba rehabilitado, si su juicio fue justo y la condena es o no adecuada al delito cometido. Todo eso serían "ademases" (si se me permite la licencia lingüística), a la esencia del problema. La pena de muerte (y la tortura) debe ser definitivamente erradicada de todos los ordenamientos jurídicos. A partir de ahí, empezaremos a construir la democracia.
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