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Reportaje:GRANDES REPORTAJES

Santander cumple años

Éste es un viaje a un lugar con un útero, la bahía, desde el que sus hijos observan el circo de las montañas y el espectáculo de la mar. Santander cumple 250 años como ciudad volcada a un puerto y a una orografía que influyen radicalmente en el carácter de sus gentes.

Jesús Ruiz Mantilla

A veces la bruma la envuelve en el mismo misterio que todos sus habitantes y sus visitantes tratan de descifrar. Santander despierta cada día volcada al mar, rodeada de espuma y olas cambiantes, a veces verdes, a veces azules, marrones en los días de temporales, blancas cuando explotan en los recovecos de su litoral. Los tonos del agua podrían equipararse al vestido de una ciudad amable y distante, endogámica y abierta, según el día. Depende del tiempo.

El tiempo es activo. El tiempo es un agente, un personaje más, un nexo de unión entre las clases, una sorpresa cambiante hasta tres y cuatro veces en un día. El tiempo es la primera conversación de la jornada y el último dato buscado con ansia antes de acostarse, su agente homogéneo, su globalización. El tiempo lo mediatiza todo, desde el carácter hasta la economía, y no digamos el aspecto de sus calles, el rostro de la bahía en torno a la cual se formó la primera célula de lo que llegaría a ser ciudad ahora hace 250 años.

El mar ha sido testigo de su gloria y su ruina, de sus prosperidades

La engendraron los romanos, que en la bahía establecieron el puerto de la Victoria, entre la ría de Becedo y el cerro de Somorrostro, desde el que Augusto, hacia el año 26 antes de Cristo, lanzó la conquista de los cántabros. Puerto fue al principio y puerto sigue siendo hoy, el de una ciudad que palpita entre el salitre y la humedad.

El mar ha sido testigo de su gloria y su ruina, de sus prosperidades como motor económico y de sus tragedias, como la explosión del barco Machichaco, en 1893 -que dejó huérfana a la ciudad, con más de 500 muertos-, o el incendio de 1941, que con un cortocircuito maldito en un día de viento sur aceleró una chispa que convirtió las casas en ceniza y transformó su fisonomía, aunque sin muertos esta vez.

Los vientos y el agua han sido notarios del cambio y su adaptación constante, como se ha visto en la exposición Santander en el tiempo, cuyo comisario, José Luis Casado Soto, historiador, ha puesto en pie como gran espectáculo de la memoria de la ciudad. El mar y la brisa la vieron transformarse de puerto romano a puerto cristiano, cuando en el siglo VIII un monasterio cambiaría el nombre de la población a Portus Sancti Emeterii, en el tiempo en que emergieron sus santos mártires, Emeterio y Celedonio. El mar estaba allí cuando después pasó a ser villa aforada en 1187, tras disfrutar de un crecimiento espectacular gracias a convertirse en puerto de la Armada desde entonces hasta la época moderna, con papel preponderante en la estrategia hacia las Indias. Un desarrollo que obligó a crear un obispado en 1754 por el papa Benedicto XIV, tras un pleito con Burgos que duró 200 años. Eso fue en diciembre. Un mes después, en enero de 1755, Fernando VI la declararía ciudad, y ése es el aniversario que se conmemora este año.

El pasado está visto para sentencia. ¿Y el futuro? ¿Cómo pinta? Casado Soto ha hecho filosofía y discurso con su trabajo en una exposición que, según él, le ha costado 30 años de dedicación, la mitad de su vida. Sabe la respuesta. "El futuro será de este panel", asegura cuando a la salida del montaje muestra una pared con miles de caras de santanderinos de todas las edades y sexos, de todas las clases, de todos los colores, porque, según dice José Ramón Saiz Viadero, historiador y uno de los cronistas de la ciudad, "nuestra piel se va oscureciendo cada vez más gracias a los inmigrantes que nos eligen como vecinos".

Para Casado Soto, todos ellos son los protagonistas de un futuro que ya ha hecho pasar este lugar de villa de linajes y familias preponderantes a espacio en el que la opinión pública cuenta, aunque todavía no esté a salvo de desmanes. "Por eso hemos dejado vacía esta sala que pone 'Santander siglo XXI', porque está por ver en lo que se convertirá esta ciudad". Ojalá no sea en la metáfora de una foto panorámica en la que aparece nocturna, manchada de una contaminación lumínica que provoca más reflejos que luz, más mancha que claridad. Una de esas sombras está en la falta de respeto al patrimonio que denuncian tanto Casado Soto como Aurelio González-Riancho, médico y nieto del arquitecto que hizo el palacio de la Magdalena -sede de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo-, miembros ambos de Cantabria Nuestra, una asociación de defensa del patrimonio de la región.

Los dos eligen el palacio y casa fuerte de Pronillo para hacerse una fotografía, una casona en ruinas que, quién lo diría, es el edificio más antiguo de la ciudad, del siglo XVI, y que hasta hace poco se ha estado dejando morir para pasto de rico solar antes de que ellos lo hayan salvado para convertirlo en centro cultural.

El gusto por la destrucción del patrimonio y el despitote urbanístico ha sido un cáncer muy común. Desde la destrucción del Machichaco hasta los tiempos de las vacas gordas de la época de Hormaechea -otro depredador del patrimonio, con descendencia política en la derecha y en otros parientes populistas del regionalismo- han hecho surgir el asociacionismo activo.

En esa lucha están las gentes del barrio Pesquero, enfrentadas por la lonja, que algunos políticos con aspiraciones a alcalde quieren echar abajo porque un sector de los vecinos prefiere plazas de aparcamiento a autenticidad ciudadana. Enfrente se encuentran ahora a Alberto Pico, el cura del barrio Pesquero, un personaje único que quiere fotografiarse debajo de su casa, con la lonja que resiste al fondo.

Pico es un símbolo de un territorio fronterizo donde se juega al póquer con la muerte cada día, bien venga de las tragaderas de la mar o de la mala droga. Presume de haber bautizado a Pedro Munitis y a Iván de la Peña, que chutaban el balón frente a la parroquia. Son alegrías que da el barrio en el que Ignacio Aldecoa se alimentó para crear novelas como Gran Sol.

Pico vive rodeado de mujeres, con seis gatos, y se considera hijo espiritual de Miguel Bravo, un cura rojo y revoltoso que murió joven a mitad de obra en un barrio maltratado, pero auténtico. Ni los riñones que le querían donar las putas para que sobreviviera le salvaron. A Bravo le recuerdan hoy Pico y Carmen San Millán, hija de perdedores, condenada a una ignorancia que ella derrotó sonriendo y que la hace hoy poseedora por dentro y por fuera de una biblioteca de 4.000 volúmenes. Ella ha conocido el Santander despótico, de ricos y pobres, ganadores y perdedores; el que la quería encarcelar en un analfabetismo contra el que se rebeló aprendiendo a leer letreros. Carmen llegó al barrio que hoy recuerda con espinas de pescado en las aceras, olor a gasóleo y una banda sonora de sollozos por los hijos perdidos en la mar. "Era una inmundicia, había ratas por las calles, pero esta gente ha salido adelante como leones", dicen.

También gracias a la capacidad de movilización. Pico es padre de sus habitantes y lo lleva con orgullo. "Se me han muerto casi treinta en la mar", afirma. Sus homilías son un espectáculo al que acude gente de toda la ciudad para escuchar a un ser comprometido que viste de negro austero, pero sin alzacuello, y luce pelo blanco enroscado en la raíz de una cabeza guerrera.

Pico cuida de un barrio trabajador cuyos frutos pasan a mercados como el de la Esperanza, donde Sagrario Trueba, pedreñera, vende marisco desde hace 30 años después de que dejara de pescar almejas en la bahía. Vive de ello, pero no se desvive por los centollos, los percebes, los bogavantes, los mejillones y los caracolillos que luce en el puesto. "Donde esté un buen jamón de pata negra que se quite todo esto", asegura. Sagrario tiene un rostro poderoso, pero ninguna manera de estrella de cine, y dice que a las dos recoge y se va a Pedreña; que lleva en pie desde las seis de la mañana; que si queremos aprovechar para hablar con ella, que nos demos prisa, y que a ella no le gusta salir en la televisión. "Pero esto es para un periódico", le contestamos. "Me da igual", dice.

A su puesto y al de todos sus colegas acude toda la ciudad a por pescado fresco. Una ciudad que se conserva gracias a su dieta, basada en materia prima, donde no penetró un McDonald's hasta avanzados los años noventa -porque se instaló a cinco kilómetros-, y que Saiz Viadero, que trabaja cerca de la plaza de la Esperanza, describe como "saludable". Un concepto que en este hombre sabio, resorte de la cultura activa, que ha sido librero resistente porque en los años de la transición los fachas le rompían los cristales de la librería por rojo, y también editor, escritor, experto en Galdós -una presencia demasiado desconocida en la ciudad donde escribió gran parte de su obra-, historiador, crítico de cine…, "es saludable por dos cosas: porque es sano vivir aquí y porque somos tan pocos que cuando sales a la calle no paras de saludar gente".

Pocos son sus 180.000 habitantes para Saiz Viadero -volcados en el comercio, los servicios, la pesca y el puerto-, entre los cuales, el escritor, arquitecto de una cierta idiosincrasia de lo santanderino, destaca a sus raqueros, aquellos chavales que se ganaban la vida dando espectáculo al viandante por el puerto. "Señor, écheme una perra gorda al agua que se la saco con la boca", proponían al que les diera cuartel. "Con la boca la sacaban los más negados, los mejores lo hacían con el culo", dice Saiz Viadero.

Para este personaje activo, conocidísimo, que señorea una barba superviviente que ha asistido ya a muchas tertulias, Santander es una ciudad que atrapa y ata a sus hijos. "Hasta los que se han ido no se han marchado del todo, siempre vuelven. Tenemos mucho de Peter Pan; esto es como una gran teta que amamanta siempre a sus vástagos, que quedan marcados por esa primera lactancia", afirma.

Le pasa al escritor Jesús Pardo, que, pese a haberse largado con 21 años, ahora, con 78, cree que todavía sigue allí. Eso después de haber vivido en Londres 20 años o en Madrid otros tantos. "Londres es muy parecido a Santander: primero, por el clima; después, por cierta actitud de la gente, autosuficiente; aunque si pones eso me van a matar. Tú escríbelo, pero hazme un favor, sin exagerar", pide Pardo. El autor de Autorretrato sin retoques (Anagrama) va mucho por allí, pese a que por ese libro le amenazaron. "Me llamó una mujer y me dijo que me iban a matar. Yo tenía que dar una conferencia por la que me pagaban 50.000 pesetas de entonces y la rechacé porque no me traía a cuenta para contratar un gorila", afirma.

Pardo dice que ha cumplido su sueño de ser escritor santanderino fuera de Santander, y no le guarda rencor a nada. "Bueno, yo, en realidad, soy sardinerino, que es un término que me inventé yo por ser de El Sardinero, que era una república independiente en mi niñez, y que bajábamos a Santander con criada y protegidos porque allí, me decía mi tío, había que tener cuidado porque había mucho rojo".

Cuidado o no, la ciudad siempre se ha sentido muy a gusto con guardianes como Cioli, el panadero más famoso del vecindario, que ha salvado ya en la mar más de cien vidas en sus 83 años. Cioli tiene piel de elefante y va en manga corta aunque caigan chuzos de punta. Se baña cada día en la playa de la Magdalena, y en todo bar que se precie hay una foto suya en traje de baño pisando la arena nevada un día de enero. Lleva un collar con un percebe disecado y un silbato plateado que, dice, "es del Titanic".

Si está lejos del mar se pone melancólico -"no sé, me falta algo"-, y ésa es la razón por la que cada día, cuando acababa de hornear el pan, se bajaba a la playa; hasta hoy, que, jubilado, sigue haciéndolo víctima de una adicción incurable por la bahía que alterna con una cinefilia que le hace denunciar que se hayan llevado los cines de la ciudad al corazón frío de los centros comerciales.

Cioli es parte del paisaje que se funde con una bahía que a la vez ensimisma y atonta, pero que otorga una fuerza creativa hija de la contemplación. "Por eso en Santander hay muy buenos pintores, de Gutiérrez Solana a María Blanchard o Quirós; grandes cineastas, como Mario Camus o Manuel Gutiérrez Aragón, y enormes poetas, de Gerardo Diego a José Hierro", afirma Saiz Viadero.

Por eso también, la bahía inspira a los músicos que ha acercado a la ciudad, desde que se trasladó a vivir en ella tras casarse con Emilio Botín, la pianista Paloma O'Shea, creadora del concurso que lleva su nombre y a partir del cual surgió la Escuela Reina Sofía, la Fundación Albéniz y los Encuentros de Música y Academia, que se desarrollan también en la ciudad. Esta matriz ha dado lugar después a una organización para la que trabajan 300 personas. Para O'Shea, la bahía es la clave de una ciudad cuyas gentes ella ve "serias, pero muy amables". "La bahía, con sus cambios de luz y de color en tan sólo horas, me ha enseñado mucho; lo principal, que las cosas en este mundo son relativas, que todo depende del momento en que te encuentres", dice en su casa, con un fondo plateado de reflejo sobre el mar, que hoy está en calma.

Un reflejo y un espejo el de la poderosa bahía sobre el que la ciudad se mira todos los días en espera de las respuestas que la enfrentan a sí misma, como una madre, como su propia conciencia, con la fuerza y la autoridad de quien se sabe a la vez dueña de sus destinos, caja fuerte de su memoria.

La luz, el tiempo, el viento o el agua pueden cambiar su aspecto hasta cuatro veces al día. De la bruma de la mañana al azul cristalino del atardecer.
La luz, el tiempo, el viento o el agua pueden cambiar su aspecto hasta cuatro veces al día. De la bruma de la mañana al azul cristalino del atardecer.JAVIER SALAS

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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