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Reportaje:ARQUITECTURA

El hipódromo y La Barraca

El Hipódromo de la Zarzuela, proyectado en 1934 y terminado inmediatamente después de la Guerra Civil por los arquitectos Carlos Arniches y Martín Domínguez y el ingeniero Eduardo Torroja, personifica como ningún otro edificio el pensar característico de esa gran institución anglófila y liberal que fue la Residencia de Estudiantes. Muchos de los que allí se formaron, como mi padre Martín Domínguez Esteban, le deben su manera de afrontar las contradicciones de la sociedad en la que vivían, lastrada por querencias enfrentadas a las transformaciones que la modernidad incipiente de esa época exigía. Francisco García Lorca, en su carta leída en el acto In Memoriam de Martín Domínguez celebrado en la Universidad de Cornell en octubre de 1970, recordaba, "... nuestra simultánea estancia en la Residencia de Estudiantes, un hogar físico e intelectual sencillo y refinado" donde el impulso progresista de Francisco Giner de los Ríos fomentaba "un lazo común de ideales y creencias, un modo de vida, diríamos, que creía en lo mejor que había en la tradición española, pero abierta hacia un futuro mejor". No se nos puede escapar la importancia del compromiso que de esta manera de pensar se deriva, antes de que el hipódromo, bien cultural irrepetible que tan nítidamente plasma este empeño, pudiera ser desvirtuado por una "modernización" que lo derivase hacia el ubicuo mercantilismo de nuestros tiempos. Sería una pérdida tan irreparable como innecesaria, pues transformarlo difícilmente equivaldría a mejorar su funcionamiento: este edificio está adaptado al concurso hípico como el guante a una mano.

¿De verdad queremos borrar este último y elocuente testimonio edificado del largo camino andado en aras de un mercantilismo omnívoro?

El proyecto para el concurso

convocado en 1934 comenzó con el inusual proceder que caracteriza toda la íntima colaboración de Arniches y Domínguez. De vuelta del viaje a Italia para analizar las últimas realizaciones hípicas, los esbozos iban cambiando de mano, cada uno asumiendo la propuesta del otro, hasta llegar a la solución que ambos buscaban. Desde un principio, la idea central del proyecto fue la de capturar el ambiente de un pueblo en fiestas, donde sus habitantes, en constante movimiento, mantienen un contacto íntimo con los animales en todas las etapas del espectáculo taurino popular. Los corrales y encierros, la corrida en la plaza convertida en ruedo, los balcones para asomarse, los soportales para el chiquiteo y los jardines de los arrabales se transforman aquí en dos ámbitos independientes hábilmente solapados, dedicados a los caballos por un lado -cuadras, paddock, pista, salivadero-; y a los espectadores por otro -jardines, arquerías con bares y quioscos de apuestas, explanada a pie de pista, tribunas con sus gradas y paseo superior-. Siempre al aire libre, este entramado de espacios invita al paseo, al recorrido, a la conversación, al encuentro fortuito y al constante contacto con los yoqueis y los purasangres, protagonistas de un espectáculo enriquecido con la participación de su público. Este hipódromo que tan bien se adapta a las exigencias simultáneas del deporte y el espectáculo hípico, lleno de espectadores se convierte en un pueblo en fiestas, la fiesta que se repite todos los domingos.

Esa "ardiente admiración, no por cierto indiscriminada, sino llena de matices por las cosas de España", es la base de la visión que les une a la mirada lírica y crítica a la vez de Federico García Lorca -amigo de ambos y compañero de la Residencia de Estudiantes- cuya búsqueda poética y compromiso con La Barraca nace de idénticos presupuestos. Lejos de devolvernos a las pedregosas vías de las ensoñaciones, invocar la tradición como punto de arranque hacia una poética moderna delataba el ineludible compromiso con ese otro camino bien distinto que apunta al progreso. Y es precisamente esta búsqueda de lo renovador la que le da al hipódromo toda su fuerza, llenándolo del frescor de la invención que reinterpreta elementos tradicionales. Recordando el elegante galopar de los purasangres, el arco aquí es de una pureza plástica que no admite equívocos, proponiendo un nuevo lenguaje depurado de los sentimentalismos baratos propios de la referencia nostálgica y del pastiche. Alejado de toda copia servil, estamos ante la emulación de lo más austero de la tradición constructiva que le es propia.

La autoría de Arniches y Domínguez se convertía en incómodo testimonio que desmontaba gran parte de los supuestos de aquellos que con fines de índole involucionista pretendían apropiarse de todo lo español. En este sentido, no nos ha de sorprender el exorcismo -en parte exitoso- de toda huella del pensamiento progresista en el origen de este edificio, al atribuir en exclusiva la autoría de las tribunas, cumbres de un mise-en-scène impecable, a uno de sus tres autores solamente. Es ingenuo pensar que éstas se podían amputar del complejo proceso de invención de este conjunto arquitectónico, como ahora comprobaremos.

Volvamos pues a 1934 y al ta-

blero del estudio de la calle de Medinaceli. Con el concepto y trazado del proyecto ya establecidos, Torroja se integra al proceso de trabajo con su intercambio de ideas y bocetos. Gracias a esta estrecha e imprescindible colaboración, el galope de los caballos que reflejan las arquerías se transforma, al llegar a las tribunas, en los hiperboloides de sus marquesinas, integrándolas en el lenguaje del resto. En el acceso a los graderíos, dos bóvedas concatenadas que despegan hacia el espectáculo transmiten al público la elegante fuerza del salto de un purasangre, convertido aquí en estructura de hormigón. Fijándonos bien en el cuerpo edificado que resultó, podemos comprender el significado de la superposición de dos materiales que corresponden a dos maneras distintas de entender el mundo. En estas tribunas, la arquitectura de muros encalados de los pueblos de la España austera se funde y enriquece con las, todavía hoy, sorprendentes formas de sus bóvedas y marquesinas de hormigón. El muro enjalbegado, plástico y puro, lleva todo el peso del edificio hacia la tierra, a la vez que las láminas onduladas de hormigón dibujan su silueta ingrávida sobre el firmamento. Ambas familias de procedencia contraria, cada una de la mano de la otra, se unen para convertirse en presencia fresca que proclama una nueva y osada arquitectura. El mensaje era, y es todavía, clarísimo. Tanto las tribunas, como el hipódromo en su totalidad, como la trilogía de Federico García Lorca, como lo central del ideario de la Residencia de Estudiantes, nos querían indicar el camino hacia una alternativa que planteaba el compromiso con España como punto de arranque en su viaje hacia la modernidad liberadora.

¿De verdad queremos borrar este último y elocuente testimonio edificado del largo camino andado en aras de un mercantilismo omnívoro? Lo que estaríamos perdiendo no se podría recuperar. Sería terrible reconocer que hayamos extraviado nuestra memoria común, nuestra capacidad para aprender de lo bueno que hemos sabido crear en el pasado. Triste sería que el olvido fuese el punto final que el destino reserva a todo exiliado -tanto los de dentro como los de fuera- de ésta y de todas las épocas.

El Hipódromo de la Zarzuela (1941), de los arquitectos C. Arniches y M. Domínguez y el ingeniero E. Torroja.
El Hipódromo de la Zarzuela (1941), de los arquitectos C. Arniches y M. Domínguez y el ingeniero E. Torroja.

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