McCarthy o la heterodoxia
A simple vista, todos los Parlamentos democráticos se asientan sobre los mismos principios. Sus miembros representan a la soberanía popular sobre la base de un hombre, un voto. Sin embargo, existe una diferencia fundamental entre el comportamiento independiente de los integrantes de las Cámaras anglosajonas -Congreso de Washington y Cámaras británicas- y el servilismo partidista de los parlamentarios de la Europa continental. Tanto en EE UU como en Reino Unido, los parlamentarios son responsables, en primer lugar, ante sus electores y después, ante su partido. En las asambleas y congresos al sur del Canal de la Mancha, lo contrario es la norma. Eugene McCarthy, el ex senador demócrata y varias veces candidato fracasado a la presidencia que falleció el domingo, constituye uno de los paradigmas de la independencia de criterio y heterodoxia tantas veces demostrada en la historia del Congreso estadounidense y que son tan escasas por estos pagos.
Su biografía quedó perfectamente reseñada en estas páginas por mi compañero J. M. Calvo el pasado lunes. Sólo me interesa, pues, destacar su heterodoxia frente a su partido, prácticamente inconcebible en los Parlamentos europeos, donde la obediencia a las consignas partidistas prima sobre cualquier veleidad individual. Con su oposición beligerante a la guerra de Vietnam, McCarthy simplemente destrozó las posibilidades de reelección de su correligionario demócrata, Lyndon Johnson, que se vio obligado a retirarse de la carrera presidencial tras una victoria pírrica sobre McCarthy en las primarias de New Hampshire, y facilitó el triunfo del republicano Richard Nixon en 1968 frente al vicepresidente de Johnson, Hubert Humphey. Es esa heterodoxia la que hace particularmente atractiva la labor de las Cámaras en Washington y Londres y tremendamente monótona la de los Parlamentos europeos, donde el poder legislativo se convierte, a causa de las mayorías gubernamentales, en una mera correa de transmisión de los deseos del Ejecutivo. En Reino Unido, lo hemos visto recientemente con motivo de la pretensión de Tony Blair de ampliar a 90 días el plazo de detención de acusados de terrorismo. Más de una treintena de diputados de su propio partido provocaron la primera derrota parlamentaria del líder laborista en sus ocho años de primer ministro. Y, ¿quién forzó la salida de Margaret Thatcher de Downing Street? No precisamente las urnas, sino la rebelión de su grupo parlamentario, que la obligó a dimitir ante su negativa a retirar un impuesto de radicación (poll tax), altamente impopular.
A propósito del envío de tropas españolas a Irak, varios diputados populares se mostraron, en privado, contrarios a la medida decidida por el Gobierno de Aznar. Pero nunca tuvieron la gallardía de expresarla en sede parlamentaria. Y lo mismo ha ocurrido con los socialistas cuando se planteó la admisión a trámite del Estatuto de Cataluña, a pesar de las tímidas alusiones sobre su inconstitucionalidad por parte de algunos históricos del partido. Lo que diferencia a los representantes de la soberanía popular de uno y otro lado es la forma de confeccionar las listas electorales. En la mayoría de los países europeos, los partidos deciden quién figura en ellas. Por tanto, los candidatos se deben, por y sobre todo, a su formación política, en cuyas manos está su futuro. En las dos democracias más antiguas del mundo moderno, el candidato se tiene que trabajar su circunscripción, primero en las primarias y, luego, voto a voto, con sus conciudadanos. Si falla a sus votantes no será reelegido, por mucho interés que tenga su partido en mantenerle.
Los ocupantes de la Casa Blanca y Downing Street saben por experiencias presentes y pasadas que la disciplina de partido no garantiza un cheque en blanco para sus políticas. En el caso de George W. Bush, por ejemplo, la actitud independiente de sus correligionarios republicanos, los senadores por Arizona, John McCain, y Nebraska, Chuck Hagel, le causa más problemas que toda la oposición demócrata junta. Véase, si no, el estancamiento de su ambicioso programa legislativo, a pesar de la mayoría republicana en ambas Cámaras del Congreso. El último triunfo de McCain frente a la Casa Blanca fue su proposición de ley contra la tortura y el trato humillante de terroristas aprobada en el Senado por 90 votos contra 6, a pesar de las presiones ejercidas sobre los senadores republicanos por parte del vicepresidente, Dick Cheney, bautizado por la conocida columnista de The New York Times Maureen Dowd, por sus intentos de descarrilar la proposición de McCain, como "vicepresidente Torquemada".
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