Mal ejemplo
Arnold Schwarzenegger, gobernador de California y justiciero de cine, es un demócrata de la cabeza a los pies. Lo demostró el pasado martes denegando la clemencia a un reo que fue ejecutado sin más contemplaciones en la prisión de San Quintín. Stanley Tookie Williams llevaba veintiséis años en prisión esperando que se cumpliera la sentencia que le condenó a la pena capital en 1981. Demasiado tiempo para que un hombre que conoce su destino no se venga abajo, organice algún motín, se acuchille las venas o acabe cediendo a la locura. Sin embargo y contra todo pronóstico, al tal Williams le dio por renegar de su pasado, se hizo pacifista, condenó la violencia de todo género, leyó a los clásicos y escribió nueve libros para ayudar a los jóvenes a salir de la camorra y para prevenir a los niños de las bandas criminales. El caso es que, en los últimos años, el bueno de Stanley se ha convertido en el ejemplo a seguir no sólo para el resto de presos y condenados sino también para los que están fuera de las rejas. Su labor social ha sacado de la violencia callejera a miles de adolescentes. Se ha erigido en modelo de reinserción y ha sido propuesto en seis ocasiones para el premio Nobel de la Paz. Todo un derroche de méritos que no le ha servido de nada. Y no le ha servido de nada porque en un país y en un Estado donde la mayoría de los votantes apoya la pena de muerte, un hombre íntegro y demócrata como Schwarzenegger no podía defraudar a las masas. Alguien debió decirle que su índice de popularidad había caído en picado durante el último año, también que el 68% de los ciudadanos de California está a favor de la pena capital. La cuestión es que, llegado el momento, Arnold se pasó la clemencia por la comisura de los glúteos y puso fin al espectáculo.
A las 9.35 del martes 13 de diciembre, una inyección letal acabó con Williams y encendió su leyenda. Terry Thornton, portavoz del Departamento Penitenciario de California y testigo presencial de la ejecución, narró su agonía ante las cámaras sin escatimar detalles. Ahora sabemos que un voto vale más que el perdón o la clemencia; también que un preso rehabilitado puede ser un mal ejemplo para todos.
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