Nuestros lectores en La Habana
Primo Levi lleva casi tres años entre rejas en Cuba, y ha permanecido durante meses enteros en varias cárceles. Después de la represión enérgica contra los disidentes en marzo de 2003, Günter Grass fue enviado a la prisión de Boniato a animar a Manuel Vázquez Portal, un poeta cubano condenado a 18 años. Es obvio que la frágil y valiente esposa de Manuel, Yolanda, prefiere a los europeos del Este: realizó con Ryszard Kapuscinski, Milan Kundera y Josef Skvorecky el trayecto de 980 kilómetros desde su casa hasta la cárcel. Y El tambor de hojalata llegó junto con una goma de borrar y un pedazo de jabón, ya que las ratas se habían comido las provisiones de Manuel. La más viajada probablemente sea Aung San Suu Kyi, líder birmana pro democracia. Cruzó la isla desde la penitenciaría de Santiago de Cuba hasta la prisión de Pinar del Río con Normando Hernández, que se había declarado en huelga de hambre y fue trasladado como castigo.
Cuando Fidel Castro ordenó el encarcelamiento de 75 de los disidentes más activos con condenas de hasta 28 años, asestó un duro golpe al movimiento de la oposición. Pero no hay mal que por bien no venga. Por un lado, las mujeres de los "75" descubrieron una resistencia interna que jamás habían sospechado, muy similar a la de las madres argentinas cuando exigieron información sobre sus desaparecidos en los años setenta. Por otro, la mayoría de estos presos políticos están empleando su tiempo "libre" para instruirse en historia, ciencias políticas y poesía, aprender idiomas y estudiar manuales médicos. Estos internos recientes son la flor y nata indiscutible del movimiento disidente. Antes de su detención, eran periodistas independientes, activistas sindicales, economistas, médicos o bibliotecarios con un apetito lector superior a la media.
Alfredo Felipe Fuentes es un periodista independiente y bibliotecario que solía compartir con el vecindario su impresionante colección de volúmenes sobre los derechos civiles. (Su acusación nos informa de que "la literatura noble se mezclaba con libros de evidente inclinación por la desobediencia civil, que incitan y promueven el cambio del sistema social y de Gobierno"). Y la lista de sus obras confiscadas menciona 50 títulos sobre derechos humanos como La protección internacional de los derechos de la mujer y Teoría de la justicia y derechos humanos, además de 51 copias de la Declaración universal de los derechos humanos. ¡Material incriminatorio, ya lo creo! No es de extrañar que la petición de 15 años de la acusación se incrementara a 26. Durante los dos últimos años, Alfredo ha estado desprovisto de sus derechos humanos y de sus libros sobre los mismos, pero tiene en su celda una biografía de Gandhi, Los miserables, de Víctor Hugo; El poder de los sin poder, de Václav Havel, y La segunda revolución, de Adam Michnik.
Los ex disidentes Michnik y Havel comparten la inusual distinción de haber escrito misivas desde prisión que los internos cubanos ahora saborean entre rejas. Cartas desde la prisión, de Michnik, y Cartas a Olga, de Havel, figuran entre las lecturas penitenciarias más populares. Réquiem, de Anna Ajmatova, parece dirigido a las esposas; la gran dama de la poesía rusa escribe desde el Leningrado de 1940 sobre el permanecer frente a la puerta de la cárcel, una actividad conocida para bastantes mujeres de La Habana en 2005. Manuel Vázquez comentaba en una ocasión que gracias a las entregas de Yolanda, su solitaria celda parecía una versión en pequeño de la Feria del Libro de Francfort. Sus libros circulaban entre los prisioneros políticos y los internos comunes, e incluso por el corredor de la muerte. Manuel no podía creer que todas aquellas delicias lograran pasar el escrutinio de la censura carcelaria. Quizá la explicación sea que si los guardias fueran lo bastante refinados como para interpretar poemas de Ajmatova y distinguir entre Karl Marx y Karl Popper, ellos también serían líderes de movimientos disidentes y no empleados del sistema de seguridad del Estado.
La supervivencia física es el principal reto en las penitenciarías cubanas, de modo que clásicos del gulag de la era soviética como Un día en la vida de Iván Denisovich, de Alexander Solzhenitsyn, o Mi testimonio, de Anatoly Marchenko, se consideran manuales prácticos, aunque la relevancia de los consejos para resistir el frío siberiano es dudosa. Muchos detenidos tienen un acceso muy limitado a los libros. En su visita trimestral, la familia de Adolfo Fernández Sainz, traductor estatal en congresos internacionales que más tarde se convirtió en periodista independiente, debe incluir el peso de los libros en los 13,5 kilos de comida autorizados, Su esposa prefiere que Adolfo coma en lugar de leer, así que los frijoles negros entran, pero Shakespeare se queda fuera.
Berta Soler desafía a los guardias y lleva a su marido, Ángel Moya, otro prisionero político del grupo de los 75, biografías de Martin Luther King Jr. y del mulato Antonio Maceo, héroe cubano de la independencia del siglo XIX. Y cuando Moya necesitó una operación de espalda pero fue retenido en prisión, Soler organizó una sentada frente a la oficina de Fidel Castro en la Plaza de la Revolución de La Habana. Dos días después, Moya se encontraba en el pabellón de cirugía. La noticia sobre esta desobediencia civil sin precedentes se difundió de boca en boca. Pronto, a la esposa de otro detenido se le acercó una prostituta de La Habana con un walkman: "Dale esto a la negra que se plantó en la Plaza, es pa' su macho". Los walkman no están permitidos en las celdas, así que la esposa sugirió libros en su lugar. "Ay, mamita, de eso sí que no tengo", respondió la trabajadora sexual, "pero le compro algunos". Unos días después, apareció con obras de E. A. Poe, un Arsenio Lupin, de Maurice Leblanc, y una biografía de Vincent Van Gogh.
Lo que más tarde acabaría convirtiéndose en una biblioteca itinerante para estos internos consistía al principio en las sobras de las colecciones de los acusados. Luego, una de las esposas empezó a comprar libros en la zona. Hay tres formas de adquirir libros -o cualquier otra cosa- en Cuba: en divisa local, pero las opciones quedan limitadas a literatura propagandística, excepto un Dostoievsky o un Balzac aquí y allá; en tiendas del Estado que sólo aceptan moneda extranjera, pero cuya oferta apenas va más allá de las novelas de suspense en otras lenguas para que las disfruten los turistas de vacaciones con sol y playa, que no es precisamente lo que prima en el paisaje penitenciario; y en puestos de libros privados, que están permitidos en la parte histórica de la capital para dar un aire popular al entorno, y en los que los géneros y los precios se adaptan a los extranjeros: la mayoría son obras por y sobre Castro y Che Guevara.
Más tarde, amigos en el extranjero establecieron una lista de lectura principal y empezaron a enviar manuales, diccionarios, enciclopedias, biografías y novelas históricas, con lo cual la colección llegaba a unos 400 títulos. Al principio, las esposas pedían "libros grandes", ya que parecía que sólo se autorizaba uno por visita; las extensas "obras completas" publicadas en papel fino hacían furor. Luego el peso se convirtió en un problema, así que los ligeros libros de bolsillo eran más codiciados que las ediciones en tapa dura. El escoger títulos para su lectura en la celda es delicado; no valen El Conde de Montecristo o Robinson Crusoe, aunque Berta Soler -por ingenuidad o pura valentía- llevó a Moya un clásico del género: Papillón, de Henri Charrière. Tampoco nada demasiado gráfico, como El amante de Lady Chatterley o Trópico de Cáncer. Ni el Marqués de Sade, por favor, aquel otro preso distante de La Bastilla. Pocos intelectuales son indiferentes al castrismo, así que los escritores o bien se oponen a su dictadura y sus obras no llegan detrás de los barrotes (Mario Vargas Llosa, Octavio Paz, Susan Sontag, Hans Magnus Enzensberger y otros por el estilo), o bien son apologistas incondicionales (encabezados, lamentablemente, por Gabriel García Márquez) y es mejor no irritar más a los prisioneros evocándolos. Por supuesto, los escritores cubanos exiliados están prohibidos -cuanto más importantes, peor-, así que nada de Reinaldo Arenas o Guillermo Cabrera Infante.
Cuando se conoció la existencia de la biblioteca itinerante para los internos, hubo donaciones de libros por parte de cubanos que no se atrevían a alzarse, pero que querían mostrar solidaridad con quienes sí lo hacían. Uno de esos partidarios afirmaba al entregar algunos volúmenes: "Puede que yo sea un cobarde, pero que después no digan que Roberto no ayudó a los disidentes". "Después" está en muchas mentes de la isla, en la que todo el mundo espera discretamente la muerte de Fidel, también conocida como el "hecho biológico". Sin embargo, toda una generación de disidentes que podría haber ayudado a preparar a la sociedad cubana para la era pos-Castro sigue inactiva, leyendo libros. Tal vez haya esperanza en el pragmático espíritu emprendedor del pueblo: cuando se le pidió que donara obras para la biblioteca itinerante de los presos, un librero particular de la Plaza de Armas, en la Vieja Habana, que ofrece servicios tanto a turistas como a exiliados cubanos de Miami, aceptó, pero a cambio pidió autógrafos de los presos políticos. ¿A lo mejor el pago inicial para una Cuba libre?
Theresa Bond es analista política. Traducción de News Clips.
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