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Columna
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La violencia escolar como síntoma

Parece que nos hayamos caído ahora del guindo tras el acoso escolar en un instituto de Valencia. Como si no supiésemos que esas cosas suceden cotidianamente.

Claro que rasgarse las vestiduras por esos hechos resulta gratificante. Satisfacemos así nuestra necesaria dosis de hipocresía social y aguantamos hasta el siguiente escándalo. Con ese método, hemos ido descubriendo sucesivamente sin despeinarnos la llamada violencia de género, con la escalofriante cifra de una mujer muerta cada seis días a manos de su presunto compañero sentimental -hay que ver qué paradójico eufemismo-, el maltrato doméstico y los abusos reiterados sobre niños y mayores, las novatadas académicas y castrenses y el acoso laboral y escolar.

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Ya ven lo que dan de sí las perversiones en la conducta social. Hasta hace poco, nos escudábamos en que aquí estas cosas apenas si ocurrían, en que entre nosotros serían impensables, por ejemplo, las sevicias practicadas sobre los prisioneros iraquíes de la cárcel de Abu Grahib. Ya. No sé si por falta de información o por desmemoria, resulta que mientras vemos con repulsión un vídeo sobre novatadas en el ejército británico olvidamos la cantidad de reclutas muertos por prácticas similares en España cuando existía el servicio militar obligatorio. Y, que yo sepa, sólo un suboficial fue juzgado y condenado por ello.

Las cantidades que manejo en este artículo no son homogéneas, que diría un físico. Por supuesto. No es lo mismo asesinar a los padres con una catana, como aquel menor de Murcia, o a una chica por dos condiscípulas que querían comprobar "qué se sentía al hacerlo", que pegar una paliza al pringao de clase, por quienes se creen más guais que él. Sí existe entre ellos, en cambio, una tenue línea argumental que debe quebrarse enseguida para que la cosa no pase a mayores. Como dice el experto José Sanmartín, "los acosadores escolares de hoy pueden convertirse en los maltratadores domésticos de mañana".

¿Y cómo se le pone el cascabel a ese gato?, ¿cómo hacer para impedir esas conductas y evitar su propagación? Si fuese tan fácil, no estaríamos hablando de ello. Lo que sí resulta evidente son las causas de la generalización de un fenómeno que antes se manifestaba a escala más reducida: la desaparición de aquella familia tradicional que servía para ahormar muchas conductas y que nos priva de un espacio donde transmitir valores y ventilar muchos conflictos; el gregarismo social agresivo manifestado en el deporte, la televisión y el tipo de ocio violento que recrean muchos juegos de ordenador, y, finalmente, la reducción de todo ello a puro espectáculo. ¿Qué distancia hay entre un vídeo doméstico y un DVD comercial? ¿Dónde acaba la ficción y dónde comienza la realidad? ¿Qué diferencia existe en matar enemigos en un videojuego o dar una paliza a un compañero de clase?

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Los padres tampoco debemos tenerlo tan claro cuando le pasamos el marrón a una escuela que comparte nuestro desconcierto, sometida como está a perennes vaivenes legislativos, permisividad académica, insuficiencia de medios, falta de disciplina, desmotivación del profesorado -el colectivo profesional con más bajas por depresión- y absentismo escolar. Resulta sintomático que uno de los líderes del último caso de bullying "está matriculado pero nunca ha asistido a clase", según el director del centro valenciano. ¿Cómo se puede faltar sistemáticamente a clase sin haberse dado parte de ello a la instancia competente? ¿Qué puede hacer un adolescente de 14 años que no va nunca a la escuela sino encuadrarse en una banda, como reconoce el psicólogo Francisco Mendiguchía que sucede en ese tramo de edad?

No quiero caer en el alarmismo que yo mismo combato. Pero reconozcamos nuestra incongruencia: por una parte, tras el asesinato de la familia de joyeros de Castelldefels, lo primero ha sido aumentar el número de policías locales; por otra, el Gobierno acaba de aprobar la construcción de diez nuevas cárceles, en previsión de un aumento masivo de la delincuencia. Pues bien: ¿por qué no nos ahorramos parte de ese gasto invirtiéndolo en educación, en previsión, en anticipación al crimen?

No existe la panacea para las conductas antisociales, claro. Pero, como dicen los precursores de la tan manida y malinterpretada tolerancia cero, ésta no consiste en ser rigurosos, sino ponderados, sólo pretende castigar proporcionadamente el delito menor para corregir a sus autores y evitar que lleguen al delito mayor. Pero, claro, aplicar correctamente eso supone cambiar los esquemas mentales y sociales de toda una vida.

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