El Pompidou muestra la modernidad de las propuestas de William Klein
Una retrospectiva reúne todas las vertientes creativas del gran fotógrafo franco-americano
Abierta hasta el próximo 20 de febrero, la gran retrospectiva que el Centro Pompidou dedica a William Klein (Nueva York, 1928) se ha inaugurado bajo el signo de la ausencia. El artista la dedica a su "adorada Jeanne", desaparecida el pasado 12 de octubre. Y esa ausencia lo impregna todo, sin duda porque la foto, predominante, es un instante de un tiempo pasado.
Pintor, fotógrafo, grafista, cineasta, William Klein, parisiense de adopción, es un artista plástico completo, siempre a contracorriente. "Hay que filmar las bodas como manifestaciones y las manifestaciones como bodas", dice a modo de ideario. Y de ahí quizás que, en 1954, retratara su ciudad natal, Nueva York, como un lugar inhóspito, poblado de extraños e incomprensibles nativos, o su objetivo capté Moscú en 1959 como un lugar atravesado de una extraña placidez y romanticismo. Entre uno y otro proyecto, Federico Fellini le invita a Roma, a asistir a uno de sus interminables, agitados y creativos rodajes, y ese viaje se convierte en un apasionante reportaje sobre la ciudad.
"Hay que filmar las bodas como manifestaciones y las manifestaciones como bodas", dice Klein
"Cada foto ha de ser como un puñetazo", asegura Klein. Nada que ver con la experimentación formal de un Man Ray o con la cuidada geometría compositiva de Cartier-Bresson. A Klein le gustan las imágenes desenfocadas y desencuadradas, como tomadas por un fotógrafo improvisado, del natural, sin tiempo para perfeccionar el encuadre y la luz. Es el resultado lógico de una carrera en la que cada episodio se hace contra el anterior, en la que a las fotos callejeras les suceden o se alternan las destinadas a colecciones de moda, y a todas las preceden las fotos "abstractas", las realizadas por encargo del arquitecto Mangiarotti que quería formas que recordasen a Mondrian.
Antes de tomar la cámara, antes de enfrentarse a la realidad "en bruto", Klein pinta. Lo hace rebelándose contra el llamado expresionismo abstracto, contra la magnificación romántica del gesto, de lo personal e intransferible. "La consigna era: dos dimensiones, todo en la cabeza, lo mínimo en la tela". El menor efecto de perspectiva era destruido, el más pequeño parecido con la realidad física, rehuido. Se trataba de conseguir una pintura de líneas y colores, que sólo hablase de pintura. Las telas de Klein de esta época anticipan los carteles lacerados de Raymond Hains.
Las películas de William Klein son obras en construcción, inacabadas, divertidas y sugerentes, que reclaman una banda sonora nueva a cada pase. Qui êtes-vous Polly-Magoo? (1966) es en ese sentido un comentario acerbo del mundo de la moda al mismo tiempo que un homenaje a ese universo en el que la mayor creatividad y la máxima futilidad andan de la mano. La película incluye además una estupenda secuencia rodada en la cripta Güell, de Gaudí, antes de que esta fuera objeto de una más que polémica restauración y que sirve también para ofrecer un ejemplo de cómo mantener vivo un monumento.
En Tokio, entre 1961 y 1962, Klein mira la realidad japonesa a partir de la voluntad de "verlo todo y no interpretar nada", es decir, de escapar a lo que pocos años después Roland Barthes llamará "el imperio de los signos".
La fotografía se alterna con el periodismo gráfico, no con el cine documental -sobre Cassius Clay, sobre el tenis-, con el cine paródico -Mister Freedom (1967)- que concibe como una continuación de la aventura surrealista en la medida en que trata el montaje como un "cadáver exquisito" o con el cine militante a favor de la causa vietnamita, la lucha anticolonialista o el movimiento de los Black Panthers.
La realidad y la historia han pasado por encima de los entusiasmos de Klein. Sus radicales negros le rezan hoy a Alá; sus revolucionarios africanos sueñan con corruptelas varias y la liberación sexual ha desembocado en un floreciente esclavismo pornográfico, pero a pesar de las decepciones o quizás gracias a que éstas ponen distancia, las obras sobreviven por su calidad intrínseca, porque el humor es auténtico, sea cual sea la diana, y porque detrás de los deseos del fotógrafo y el cineasta está su curiosidad por lo real, por lo auténtico.
Viajero apresurado y curioso, el mundo de William Klein tiene aún otra virtud añadida que es la de corresponder a la última época en que los grandes barrios de las grandes capitales aún eran radicalmente distintos. La uniformización no había llegado todavía cuando él se asomaba a una barbería romana, al metro de Nueva York, a un mercado de Moscú o a una manifestación de París. Las pancartas aún no eran en inglés en todas partes, los anuncios luminosos eran propios de cada lugar y las maneras de vestir, inconfundibles. Y en ese sentido no deja de ser curioso que a medida que la mundialización ha progresado la cámara de Klein ha dejado de viajar para hacerlo su obra, testimonio pues de lo que ya no existe.
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