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Columna
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Remordimiento

T.S.Eliot intentó definir lo que era un poeta menor y, en mi opinión, no salió muy airoso del empeño. Ignoro si Cyril Connolly puede ser considerado un escritor menor, pero en caso de que lo sea es un minor maravilloso. Dedicado a lo largo de su vida a la crítica en periódicos y revistas como el New Statesman o el Sunday Times, el suyo es un caso notable de periodista escritor que extrae de sus limitaciones la matriz de su excelencia. Las limitaciones le venían dadas, en primer lugar, por el oficio, y hay un poso de melancolía en su obra sobre el libro que quiso acariciar y que fue deshojado por su propia vida. Acogido a la estirpe de los Montaigne, Pascal, Leopardi, y a una larga tradición de ensayo cultural muy inglesa, al leerlo queda patente la contrafaz de lo que hubiera deseado escribir: esa obra maestra imposible sobre cuyo negativo delineó una obra deliciosa. Al leerlo nos surge también la pregunta de si en nuestro tiempo son ya posibles las obras maestras literarias.

En La tumba inquieta, afirma categórico que la verdadera misión de un escritor es crear una obra maestra, para añadir a continuación que muy pocos escritores admitirán esa evidencia y estarán dispuestos a abandonar la mediocre pieza que han comenzado: "Los escritores siempre esperan que su siguiente libro sea el de mayor grandeza, ya que son incapaces de aceptar que su modo de vida presente sea lo que les impide crear algo distinto o mejor". Como si quisiera indagar en las fuentes de su propio fracaso, el modo de vida aparecerá de manera obstinada en sus escritos como obstáculo de la obra, de forma que su reflexión sobre la posibilidad de esta última se convertirá en una reflexión moral. Verdad y vida corren en pos de un encuentro de cuya dificultad darán testimonio la angustia, el remordimiento y la culpa. Y la melancolía que rezuman sus escritos parece derivar del imperativo ascético de un hedonista. "Un gran artista -afirma- es como una higuera cuyas raíces recorren decenas de metros bajo el suelo en busca de hojas de té, cenizas y botas usadas. El Arte creado directamente para la Comunidad nunca puede tener la misma calidad concentrada que aquel que surge de la soledad del artista. Este posee la integridad y la sombría excitación que se obtiene sólo de la ausencia de público y de la comunión con las fuentes primarias de la vida inconsciente".

Sólo los seres humanos somos seres prometedores, condición que, lejos de ser positiva para Connolly, encierra el núcleo de nuestra amargura. Esa es la carga del niño blanco, la que destruye nuestra concepción estática de la felicidad, y es ineludible. En su caso, como en el de todo aquel que aspira o que parece dotado para una carrera literaria, la promesa señala la obra maestra como horizonte. ¿Por qué es tan arduo alcanzarlo y tan fácil defraudar las expectativas? En Enemigos de la promesa, Connolly hablará de todo aquello que, en su opinión, se opone a la promesa, y no es nada sorprendente que, invirtiendo la secuencia habitual en todo escrito biográfico, el libro finalice con una autobiografía, vigorosa y audaz, de sus años escolares de formación en Eton. La neutra objetividad que parece observarse en las partes iniciales adquiere de esta forma un sentido que salva al libro de convertirse en un aviso para navegantes y le otorga, una vez más, una tensa dimensión moral. Sus reflexiones críticas sobre la situación de la literatura inglesa, con sus vaivenes de inflación y deflación estilística, definen el temperamento de su brújula de escritor, más que de crítico -excelente, por otra parte- y la enumeración de los enemigos de la promesa encierra la confesión de su propia contienda. Señalemos a esos enemigos: el periodismo, la política, el sexo, los lazos de la vida familiar, el escapismo del talento propio, el éxito.

El periodismo en particular, y sorprendentemente en alguien que fue sobre todo periodista, supone un fuerte handicap para quien quiera crear una obra literaria. Su impacto se agota en una primera lectura, es efímero y condena tanto a las buenas como a las malas ideas al olvido eterno. Hay además un conflicto de tempos entre el periodismo y la literatura, y el escritor que se acoge al tempo rápido del periodismo saldrá perjudicado. El periodismo configura, además, unos hábitos lectores que contaminan la lectura literaria, convirtiendo al fin en fugaz y efímera la literatura misma. Escollos para la angustia, pero queden sus libros como testimonio de que una obra duradera no se construye sorteándolos, sino en pugna con la dificultad que nos deparan. El resto es cobardía.

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