_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Irak: la hora de la verdad

Irak se juega su futuro como país la próxima semana. George Bush, su evanescente prestigio ante los estadounidenses. Oriente Próximo, su ya quebrada estabilidad, y el resto del mundo, su tranquilidad. La última de las tres elecciones que, organizadas por la ONU, estaban previstas para Irak tras el traspaso del poder civil a los iraquíes comienza el próximo lunes con la votación de los militares, enfermos hospitalizados y presos para continuar martes y miércoles con los iraquíes registrados en el extranjero y culminar el jueves con la votación en todo el territorio nacional. El fin del proceso electoral no asegura el éxito de los objetivos perseguidos por la Administración Bush, un Irak estable, unido, democrático y próspero, ejemplo para la zona. Sin embargo, un fracaso en las elecciones generales del día 15 -exigua participación suní o abultada victoria de los extremistas chiíes- sí garantizaría el caos y la catástrofe. La balcanización de Irak sería un hecho, con tres posibles consecuencias inmediatas: la intervención de Irán en apoyo de sus correligionarios chiíes; la ayuda del mundo árabe, mayoritariamente suní, a esa minoría y una declaración de independencia del Kurdistán, intolerable, entre otros, para Turquía.

Hay dos formas de enfocar el tema iraquí. Una: anclarse en el pasado y seguir recriminando a Bush, con toda justicia, las mentiras y medias verdades que precedieron a la guerra; y otra: analizar qué posibilidades reales existen de, por lo menos, encauzar la pesadilla iraquí. La primera sirve como justificación de políticas domésticas, y para algunos, como tapadera de su antiamericanismo. Pero su utilidad es nula. Mutatis mutandis, es como si discutiéramos sobre si Napoleón debió seguir ocupando el trono de Francia tras su derrota en Waterloo. Si se escoge la segunda, algunos elementos permiten abrigar una cierta esperanza de que, a pesar de las bombas de Al Zarqaui, la situación puede aún ser reconducida. En primer lugar, contrariamente a lo que ocurrió en Vietnam con el Vietcong, ni el terrorismo foráneo de Al Qaeda ni la insurgencia local consiguieron consolidar una sola posición en el triángulo suní. Pueden sembrar el terror, y lo siembran, en Ramadi, Faluya y otras localidades, pero, hasta la fecha, no han podido mantenerse en ninguna. Naturalmente, la principal razón radica en el poderío militar americano. Pero sería injusto no resaltar la contribución del nuevo Ejército iraquí, que, en la actualidad, cuenta con 116 batallones de combate, cuando en el otoño de 2004 sólo contaba con tres. En esa iraquización de las operaciones militares radica la ausencia de bases permanentes de la insurgencia -es difícil atentar contra la bandera iraquí- y en ella está, igualmente, la clave para la salida de las fuerzas de la coalición.

En segundo lugar, todo el mundo parece estar de acuerdo en que sin participación suní en el proceso político no es posible tal proceso. Pues bien, todos los indicios apuntan a que los suníes (20% de la población, frente al 60% chií y 20% kurdo), escarmentados de su abstención en las elecciones para la Asamblea constituyente el pasado verano, piensan participar activamente, aunque nadie se atreve a predecir en qué número, en los comicios del jueves, ante el temor, si no lo hacen, de quedar excluidos, en palabras de Carina Perelli, jefa de la división electoral de la ONU, de "un proceso y un Parlamento con un mandato de cuatro años". La nueva tendencia suní se vio reflejada hace poco en la conferencia de El Cairo, patrocinada por la Liga Árabe, que reunió a representantes del espectro político iraquí, incluidos varios suníes cercanos a la insurgencia. Por otra parte, y por paradójico que parezca, los suníes han comprobado, gracias a los desmanes de algunas milicias privadas chiíes, que en una eventual situación de caos el mejor escudo contra esas milicias son los marines.

La conclusión es que no todo está ganado, pero tampoco perdido. La realidad es que el 15 de diciembre Irak celebrará las primeras elecciones democráticas de su historia, de acuerdo con una Constitución redactada por iraquíes y de las que saldrá un Gobierno elegido, también democráticamente, por el pueblo iraquí. La comparación es inevitable. ¡Lástima que Irak no disponga como dispuso Afganistán -un país tan caleidoscópico desde el punto de vista étnico y tribal como Irak- de un Hamid Karzai!

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_