Melomanía municipal
Ustedes no van a creerme, pero, año tras año, desde el 1 de diciembre al 7 de enero, ambos inclusive, el Ayuntamiento de mi pueblo me obliga a convivir con un cuadro flamenco y con Isabel Pantoja. Me explico...
Desde el primer día de diciembre, comienzan a sonar villancicos en mi barrio, gracias a los altavoces que el Consistorio tiene la amabilidad de colocar en lugares estratégicos para fomentar de ese modo el espíritu navideño entre la ciudadanía, que de por sí tiende a la disipación pecaminosa. Se trata, digamos, de unos ejercicios espirituales a fuerza de música. 24 días antes de Navidad ya estamos todos en plena Navidad, en gran medida porque la tendencia de estas fiestas entrañables es la de convertirse en infinitas: a este paso, la Navidad se juntará con la Semana Santa, y no sería raro que se constituyera una hermandad de penitencia que acabara paseando a Papá Noel en un trono barroco, al son de una melodía que fusionara Los campanilleros y Jingle bells. Al día de hoy, nuestras fiestas navideñas son una especie de réplica del Ramadán de los musulmanes, que dura un mes lunar, salvo que nosotros, en vez de fomentar el ayuno, fomentamos la gula, para desgracia de los pavos y de otros seres de Dios.
Según iba diciéndoles, del 1 de diciembre al 7 de enero, en horario de mañana, tarde y noche, los altavoces municipales repiten, año tras año, dos únicos discos: uno de villancicos flamencos (en esa modalidad específica del flamenco en que a los cantaores y cantaoras parece que los persiguen los apaches para cortarles la cabellera) y otro de la novia del ex alcalde marbellí. Dos. Y todos los años los mismos, porque se ve que en los presupuestos generales del Ayuntamiento no se contempla una partida para gastos discográficos. Dos discos. Durante más de un mes. Un puro mantra.
Ante tal coyuntura, uno tiene dos opciones: disfrazarse de pastorcillo, echarse un borrego al hombro y salir a la calle a propagar la buena nueva del nacimiento del Redentor o bien convertirse en un psicópata antinavideño dedicado a cargarse los altavoces, a cortocircuitar el alumbrado y a secuestrar las figuras del belén municipal. No sé por qué, la segunda me parece la opción más sensata, aunque comprendo que se trata de un punto de vista personal.
No soy lo que se dice un experto en teología, pero mucho me temo que esos dos discos que oigo todos los días se inclinan no sólo a lo herético, sino también a la contradicción: en uno se afirma que el niño es trianero, mientras que en el otro se nos asegura que el niño es rociero. ¿En qué quedamos? ¿De dónde es el niño? (Y ojalá que no se enteren de esto las autoridades de Belén, porque podemos tener problemas diplomáticos.) En el momento en que escribo esto, suena el villancico en que el niño está a punto de emborracharse de tanto comer madroños. Luego vendrá el de los peces opilados. Y luego el de la Marimorena. Y el de los pañales robados. Y después el de los ratones voraces. Estupendo, ¿no?
Y esto no ha hecho más que empezar.
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