Derrumbes autóctonos
En dos días tendremos a Papá Noël y los Reyes Magos en las narices, y nosotros con estos pelos. El río del presente baja revuelto, malhumorado, zafio y mezquino: todo influye en la cara de alucine que se observa fácilmente en tantos conciudadanos enredados en unas circunstancias, unas broncas y unos equívocos que no merecemos. "¿Se puede criticar a Cataluña siendo catalán sin parecer anticatalán?", me preguntó un joven el otro día. No sólo se puede, sino que se debe criticar cuando sea necesario, no faltaría más: ¿o acaso los catalanes, por serlo, nos libramos de hacer mal las cosas? Sólo los estúpidos no se equivocan nunca y siempre tienen razón.
Por ejemplo, en Cataluña las casas se caen cada vez con más frecuencia. Hay que reconocerlo, como hacía esta semana un excelente reportaje en estas páginas de EL PAÍS-Cataluña. Y hay que lamentarlo, además de buscar el porqué. En lo que llevamos de año van 21 derrumbes; poca broma: sustos, muertos, heridos, gente sin vivienda, sufrimiento. Sobran casas viejas, en ruina, con grietas o sin el mantenimiento adecuado. Llega una lluvia y se vienen abajo. Pero también las descompone la sequía y el calor. Lo mismo ocurre con casas no tan viejas pero mal construidas: acumulamos una larga historia de aluminosis, malos materiales y cornisas asesinas, todo ello justificado para ahorrarse unos durillos. Y, claro, cuando junto a esas casas endebles se hace cualquier obra en la calle, en el edificio de al lado o en el subsuelo, todo se agrieta hasta que se derrumba, como sucedió en el Carmel.
¿Quién construyó esas casas de papel de fumar? ¿Quién mantuvo su condena a muerte por olvidar que el tiempo hace su labor de desgaste? ¿Quién miró hacia otro lado al primer temblor o a la primera grieta? Seguro que tras cada derrumbe hay una mayoría de catalanes de todas clases: empresarios, obreros, propietarios, arrendatarios, arquitectos y técnicos, funcionarios y civiles, jóvenes y viejos; hombres y mujeres muy catalanes de toda la vida. Aquí no vale señalar a Madrid o al exterior: lo hicimos como nos dio la gana y, en estos casos, mal, como es obvio. No todo el monte es orégano y en Cataluña está clarísimo: los perros no se atan con longanizas más que de puertas a fuera aunque luego nos plazca hacer de víctima.
En lo de las casas seguimos siendo víctimas de nosotros mismos, por mucha empresa extranjera que construya, por mucho peón marroquí o argelino que se encarame en los tejados. Las casas aún son esas pocas cosas que todavía hoy hacen los hombres: algo extraordinario, pura artesanía. Y lo que constatamos es que las juntas no cierran bien, los suelos se abomban, las puertas rascan y las paredes se humedecen más de la cuenta: pese a ello la casa cuesta un ojo de la cara. Un montón de catalanes hoy viven de este negocio y se frotan las manos cuando el consejero Nadal les asegura que en nuestras costas aún se pueden construir 140.530 viviendas: qué horror. Paradójicamente ya no hay artesanos autóctonos: carpinteros, yeseros, fontaneros, por ejemplo. ¿Nacimos para ricos? Las casas se caen: nuestras catalanas manos ya sólo saben apretar botones y contar euros.
Se acaba de inaugurar, con regocijo y pompa, el superordenador Mare Nostrum, un monstruo informático que hace que Cataluña sea la envidia de Europa. Estupendo. Aquel mismo día, qué divertido, acababa de enviar mi ordenador -un Samsung- a reparar a Madrid, único lugar de España con el correspondiente servicio técnico: me trataron tan bien como a cualquier cliente coreano. ¿Paradojas de la Cataluña del Estatut o de la globalización? De todo hay. Lo que importa es que lo que hagamos aquí sea útil y competente. No andamos sobrados de seny. Cuando nuestras casas se caen y sólo en Madrid reparan nuestros ordenadores es obvio que fallamos en cosas básicas. Y hay que decirlo. Así podremos mejorar, también, como catalanes.
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