El camino a la reencarnación
Tambores, ofrendas y guirnaldas, en un ritual en la isla de Bali
Bali. Agosto de 2005. Apenas llevamos un día en la isla de Bali. Las diferencias con la vecina Java son evidentes. Menos poblada, más exuberante y espiritual. Cada casa dispone de un templo y en cada rincón hay ofrendas para complacer a las divinidades, adorando a las buenas y apaciguando a las malas. Las sombrillas de los dioses, junto a los adornos trenzados de hojas de palma, así como las flores, lo invaden todo. El paisaje es una amalgama de volcanes y terrazas de arroz.
La mayoría de los balineses profesa el hinduismo y el animismo, así como el culto a los antepasados. Los dioses de la fertilidad y de la naturaleza alternan en armonía junto a Brahma, Siva y Visnú. Darma, nuestro chófer, nos comunica cómo al anochecer, después de dejarnos en el hotel, ha de recoger a su familia para llevarla a un pueblo cercano donde van a celebrarse los funerales de una prima de su mujer. Dice que el ceremonial es muy interesante, y por propia iniciativa nos conduce, sin alejarnos mucho del itinerario previsto, adonde sabe que va a tener lugar una incineración. Generalmente, los meses propicios son julio y agosto, después de terminada la cosecha.
En realidad, no es que tengamos especial interés, pero sí curiosidad por apreciar todo lo que desconocemos de otras culturas. A lo largo del camino observamos en claros de bosques y en campas cercanas a la carretera altares cargados con enormes bandejas de frutas y flores, primorosamente colocadas en complicado equilibrio. Sacerdotes orando, hombres preparando barrocas carrozas, mujeres realizando guirnaldas y centros florales, así como tejiendo sorprendentes adornos de hoja de palma de gran altura. Apreciamos gran actividad a cuenta de los ritos fúnebres, para ellos de celebración. De pronto nos encontramos con la carretera bloqueada por la gente; el conductor para el vehículo en seco, se asoma a la ventanilla y, oteando el aire, nos confirma, no sin cierta gravedad, que el rito está a punto de comenzar, invitándonos a bajar.
Entre las personas que se manifiestan en el centro de la carretera hay un nutrido número de músicos que, provistos de instrumentos de percusión, como címbalos y tambores, y de viento, como flautas, esperan a que comience a desfilar el cortejo. Para cuando queremos darnos cuenta, la procesión se pone en marcha; pero ésta no es lenta ni cadenciosa, sino a la carrera.
Procurando no estorbar nos colocamos al borde de la cuneta. Lo que presenciamos nos trastorna el ánimo: sobre una gran base, o angarillas formadas por troncos de bambú entrelazados y unidos por trozos de tela, descansa una especie de abigarrado altar en forma de pagoda, ornado con elaborados adornos de papeles metalizados, hojas, ramas y flores. Dentro se encuentran los cadáveres de cinco personas. Varios personajes vestidos de blanco, los sacerdotes, van también encaramados sobre las andas flanqueando el altar. Uno de ellos porta en su mano una percha de madera con un pájaro disecado, un ave del paraíso.
Semejante comitiva parece flotar sobre las cabezas del resto de los concurrentes. Un numeroso grupo de jóvenes se encarga de portar esta especie de templo portátil. Lo más curioso es que, a pesar del peso que tienen que soportar, lo hacen a la carrera y de la forma más difícil, formando olas de un lado al otro de la carretera.
De cuando en cuando giran en círculo por tres veces consecutivas, cada pocos metros, con su preciada carga. Ese alocado sprint es un ardid para despistar a los espíritus de los muertos.Mientras, familiares y amigos van unidos, tirando de unas sogas forradas con un largo lienzo blanco, que a su vez están amarradas a la vistosa carroza. El caos es total. Voces, gritos, tambores, polvo y olor a sudor.
Los porteadores, en su loca carrera-y a pesar de que van vestidos de forma tradicional con los sarong, falda tubular hasta los tobillos-, se deshacen de sus chancletas, tirándolas al aire con certeras patadas. Otros, para aliviar a los primeros, les lanzan cubos de agua, para refrescarlos.
La bulla es considerable, no sabemos bien lo que vemos; pero entre nubes de polvo, y con cierto riesgo por nuestra parte de caer en la acequia del arrozal colindante, contemplamos atónitos la comitiva. Detrás de la marabunta desfilan las mujeres con sus mejores galas, portando las más variadas ofrendas para ser también inmoladas: bandejas con ropa, cestos de frutas, pequeñas redomas conteniendo misteriosas vísceras.
Abandonamos la carretera para adentrarnos en una angosta vereda. Aunque parezca mentira, todos entramos en ella: parihuelas, templete, músicos, familiares e invitados. Avanzamos a traspiés, sintiendo cómo la vegetación del camino se nos enreda en las ropas.
Finalmente desembocamos en un claro del bosque, donde una especie de túmulo con forma de toro nos espera en el centro. Una orquesta de gamelán balinés descansa bajo un cobertizo. Los intérpretes, vestidos también con sus trajes tradicionales, toman té. Pronto dejarán escuchar sus metálicos y cadenciosos sonidos al viento.
Bandejas de comida, cabezas de cerdo, cestas con fruta, ofrendas y refrescos van llenando de color la campa, así como los vistosos trajes de las mujeres. Por el contrario, el cielo destiñe tintes de color grafito, aportando olor a lluvia.
Los hombres abandonan extenuados el templete que han portado sobre los hombros. Pronto comienzan a desmantelarlo. Los familiares más allegados extraen de su interior los restos mortuorios reducidos a huesos y cráneos, ya que han transcurrido tres años desde su fallecimiento.
Como preparación para la ceremonia de cremación, la familia al completo ha desenterrado y limpiado, en un rito íntimo, los restos del difunto. Con naturalidad vemos cómo retiran del interior de la carroza lo que a los ojos de un neófito parecen paquetes cilíndricos de lienzo blanco. Las mujeres con las ofrendas sobre sus cabezas esperan pacientes en grupo. Los más pequeños corretean y juegan alrededor de los mayores, mientras otro grupo de hombres ultima los detalles del túmulo funerario.
La procesión
A continuación se forma una improvisada procesión con los restos humanos a hombros de las mujeres circunvalando el altar, mientras los sacerdotes las bendicen desde lo alto de la carroza, esgrimiendo en alto el ave del paraíso. Finalmente se dirigen al túmulo con forma de toro, procediendo a rellenarlo por la parte trasera.
Los envoltorios de tela blanca van desapareciendo uno a uno por un orificio bajo el rabo hacia el interior del animal. Luego lo hacen con las flores, la fruta y demás cestas con ofrendas. Afianzan con sendas chapas los laterales de este artístico sarcófago, procediendo a rociarlo con líquido combustible. Del resto se encarga un potente soplete o lanzallamas de tamaño considerable. En un momento, las llamas devoran al animal encargado de conducir las almas de estas personas hacia el camino de una nueva reencarnación. Es un momento de culminación. Han tenido que esperar tres años para poder hacerlo, para que los suyos puedan al fin volver a la naturaleza. Familiares y amigos no pierden detalle. Están satisfechos y emocionados.
Un trío de hombres mayores canta un lamento. El toro arde por los cuatro costados. La música del gamelán suena en el bosque, rasgando el aire. Puedo apreciar cómo asoman entre llamas los huesos y las calaveras. A pesar del dramatismo de la escena me llama la atención la serenidad que rodea la ceremonia, la conformidad de sus expresiones, la paz que se respira en ese claro del bosque. Una especie de íntima alegría intuyo en sus emocionadas pupilas. Se sienten satisfechos de haber culminado su labor, ayudando a liberar las almas de sus seres queridos de los vínculos terrenales para que puedan emprender su viaje y retornar en una nueva reencarnación.
Es un día grande. Al fin y al cabo es su filosofía: vivir para morir y volver a renacer. Hasta el cielo está a punto de llorar. Las nubes se columpian melancólicas sobre los allí reunidos.Un nudo atenaza mi garganta, por momentos noto en mi retina cómo se desenfoca la escena... Es tiempo de partir. Les dejamos con su intimidad, con sus rezos y con la extracción de las cenizas que mañana han de llevar al mar.
Bali. Agosto de 2005. Apenas llevamos un día en la isla de Bali.
Amaia Gonzalo Fidel ganó con este reportaje la quinta edición del Premio de Relatos de Viaje El País-Aguilar
GUÍA PRÁCTICA
Paquetes de viajes- Catai Tours (www.catai.es) ofrece un viaje de ocho días a Bali desde 909 euros, tasas no incluidas.La versión de 12 días cuesta desde 1.265 euros, sin tasas.- Nobel Tours (www.nobel-tours.com)ofrece viajes de ocho días desde 949 euros, sin tasas, o de 12 desde 1.359 euros, sin tasas. Ambas promociones son válidas hasta el 14 de diciembre.
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