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Reportaje:UN NOBEL COMPROMETIDO

Un genio del arte escénico

Durante la pasada década, cuando vivimos en Londres, mi esposa Silvia y yo nos reunimos a cenar, por lo menos dos veces al mes, con Harold Pinter y su mujer, Antonia Fraser. Él proviene de un barrio modesto de Londres y su posición actual la debe a talento, talento y más talento: la suma de un genio del arte teatral. Él es judío. Ella es católica. Ella desciende de una familia de la aristocracia anglo-irlandesa pródiga en historiadores, parlamentarios y, como la propia Antonia, biógrafos. Son una pareja unida, de extraordinario apoyo mutuo, de respeto a los tiempos de cada cual y de activo compromiso político. Ambos son laboristas críticos, opuestos a la actual política exterior norteamericana y defensores de la justicia en su propio país, la Gran Bretaña.

Pinter asume su tradición y crea algo nuevo con ella
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La firmeza y elocuencia de los juicios políticos de Pinter parecerían contrastar con los famosos silencios que puntean sus obras de teatro. No hay tal. El ciudadano y el artista se complementan en el sentido de que, antes de actuar en el mundo, cada uno de nosotros, palabra más, palabra menos, actúa en su casa. Y mientras no te ajustes a tu propia casa -a tu mujer, a tus padres, a tus hijos, a tus amigos, a tus sirvientes-, ¿cómo vas a salir a dar "las batallas del mundo"?

El teatro de Pinter ocurre en

un territorio doméstico cuya serenidad es rota por rumores de lo que ocurre afuera pero, sobre todo, por los silencios de lo que ocurre adentro. Los temas "pintorescos" son los del hogar amenazado por el intruso, la casa como campo de batalla de las familias, el lecho como espacio de la supremacía sexual, el hombre como portador de brutalidad y delicadeza, la mujer como incógnita permanente, el matrimonio como sexo y fantasía para no sucumbir a sexo y costumbre, la violencia interior como preludio de la política y la historia.

Pinter habla muy poco de sí mismo y de su teatro. Insiste en que las obras son lo que son y dicen lo que dicen. Como Buñuel al comentar su cine, Pinter dice de su teatro: "No reconocería un símbolo aunque lo viese". Se describe como "directo y simple" en sus obras. Sabemos que son el ejercicio más complejo del teatro contemporáneo. El retrato más corrosivo de cómo vivimos y cómo hablamos. La escenificación más temible del yo del lenguaje como arma de la opresión.

He comentado alguna vez que existe un contraste llamativo entre la abundancia verbal con la que los escritores latinoamericanos llenamos los vacíos de nuestra pobreza material (Neruda, Lezama Lima, Carpentier) y la parquedad con que los europeos ilustran su abundancia material (Kafka, Beckett, Pinter). No es regla absoluta. Nadie más riguroso que Borges. Nadie más desbordado que Céline. Pero en términos generales, nosotros suplimos con verbo la ausencia. Ellos enjuician con silencio la abundancia.

Harold Pinter ilustra una convicción mía: no hay creación que no trascienda la tradición y no hay tradición que no se renueve con la creación. Las raíces de Pinter en el teatro inglés son antiguas y muy profundas. El lirismo terrenal de Shakespeare, la violencia de Marlowe, Webster y Kyd, así como la parodia burlona del teatro de salón. La escuela del "realismo de cocina" (Osborne, Delaney, Wesker) y la soledad del mundo cuando los dioses se retiran (Beckett). Heredero y renovador, Pinter asume su tradición y crea algo totalmente nuevo con ella. Crea una tradición que, desde ahora, arranca de él.

Uno de los pocos pasajes explí

citos de Pinter se refiere a su fallido guión cinematográfico para la obra de Proust. Al respecto, Pinter cuenta que al adaptar En busca del tiempo perdido, no pretendió rivalizar con Proust, sino serle fiel. Hay dos movimientos en la adaptación. Uno va hacia la desilusión, el otro hacia la revelación. La síntesis es que el tiempo perdido se recupera y se fija en la obra de arte. La película se abriría con una pantalla amarilla y el doblar de una campana. Se cerraría con el paisaje de Delft, la luz de Vermeer y las palabras "llegó el tiempo de comenzar".

El Premio Nobel de Literatura a Harold Pinter es uno de los más merecidos en la historia de esa institución. Desde acá, acompaño a Harold y Antonia en esta hora de la verdad que es el triunfo de la imaginación literaria y de la valentía política.

Alan Bates y Julie Christie, en una secuencia de 'El mensajero', de Joseph Losey, con guión de Harold Pinter.
Alan Bates y Julie Christie, en una secuencia de 'El mensajero', de Joseph Losey, con guión de Harold Pinter.

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