Elogio de la conciencia
Antes de fundar en París la Compañía de Jesús, Ignacio de Loyola vivió en el Collége de Montaigu, conocido por los parisienses como la "hendidura entre los cachetes del trasero de la Madre Teología". Algunos de sus habitantes fueron Erasmo y Rabelais, que lo detestaban -el segundo quiso incendiarlo-, o el aguerrido guipuzcoano y Juan Calvino, encantados con aquellas austeridades. Humanistas contra puritanos, como siempre. Eran tiempos en que sobraban los teólogos que consideraron pecado menos grave matar a un millar de hombres que coser en domingo el zapato de un pobre, y en los que profesores y estudiantes discutían sobre si cuatro rezos de cinco minutos en días consecutivos tendrían más posibilidades de ser atendidos por Dios que un rezo de veinte minutos. Debates así podían durar ocho semanas según Rabelais -más tiempo que el que Colón necesitó para llegar a América, por las mismas fechas-, y acarreaban consecuencias si un alumno extremaba la lección. Pues hablamos aquí del jesuita José María Díez-Alegría (Gijón, 1911), conviene empezar con este dato anterior: el santo de Loyola fue encarcelado dos veces por la Inquisición y estuvo años en la lista de los sospechosos.
DÍEZ-ALEGRÍA. UN JESUITA SIN PAPELES
Pedro Miguel Lamet
Temas de Hoy. Madrid, 2005
478 páginas. 23 euros
Díez-Alegría se hizo jesuita
en los años treinta del siglo pasado en medio del mismo ambiente de obediencia y autodisciplina extremas. Es impagable para el historiador la parte de esta biografía que cuenta cómo, entre otras liberaciones, se sobrepuso a algunas normas de su noviciado en Bélgica, adonde le mandó la compañía cuando esta organización fue disuelta por la II República. Veamos un caso: se refiere a la práctica ascética que Íñigo de Loyola llama en sus Ejercicios espirituales "el examen particular", para corregirse de un pecado concreto. Quien tenga buena memoria del nacionalcatolicismo franquista recordará cómo mediante ese engorroso método -varias veces al día haces propósito de evitar una falta, y otras veces más en el mismo día examinas cuántas veces has incurrido en ella- uno se aseguraba el estado de gracia, o algo así. Díez-Alegría concluyó pronto que aquello era un estorbo, una preocupación parásita. "Si me pongo a estudiar un problema de matemáticas, concentrándome en él, es psicológicamente absurdo pretender que cada cuarto de hora me acuerde de que tengo que echar una jaculatoria", argumenta con graciosa sabiduría.
Apetece detenerse en cien
ejemplos como éste -los hay sublimes-, pero desaprovecharíamos la perspectiva principal de este gran libro, que es mucho más que la historia vital e intelectual de uno de los teólogos españoles más famosos en el último siglo. Lamet, también jesuita y teólogo, aporta los datos necesarios para conocer -y admirar- a Díez-Alegría, tanto cuando era joven y combativo, como ahora que a los 94 años se siente "un okupa del Universo". Pero ofrece, sobre todo, un documento por el que el lector toma idea cabal de cómo eran los jesuitas y la Iglesia católica -en España y también en Roma, donde Díez-Alegría fue profesor de la imponente Universidad Pontificia Gregoriana- antes del revolucionario Concilio Vaticano II, y cómo los teólogos que hicieron posible este gran acontecimiento eclesial, hace 40 años, fueron marginados, castigados, expulsados. Como la mayoría de los intelectuales católicos de entonces, perplejos de nuevo por la actitud de sus jerarcas, Díez-Alegría vivió, sin perder jamás la esperanza, los sinsabores de lo que Lamet llama muy acertadamente "la aventura de la conciencia". Por conciencia fue rebelde, fue pionero, fue famoso, es moral y es humano. Y por conciencia fue un sacerdote comprometido contra la injusticia, también la eclesiástica, cuando, retirado de vanidades, se va a trabajar junto al padre Llanos entre los chabolistas del Pozo del Tío Raimundo.
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