La economía como una de las bellas artes
El señuelo de una teoría general tienta tanto a las ciencias sociales como a las ciencias naturales... Por ello se piensa que, para ser respetables, la economía, la sociología o la antropología deben formular leyes o principios generales, como lo hacen las ciencias de la naturaleza. El objetivo es conseguir una teoría que se adapte a todas las circunstancias.
Geoffrey Hodgson; de su libro How Economics Forgot History
Por los mismos días en que decenas o miles de inmigrantes africanos se aprestaban, empujados por el hambre o la falta de futuro, a saltar las vallas que les separan de la prosperidad europea, la Academia sueca concedía el Premio Nobel de Economía a dos universitarios cuya labor investigadora se ha desarrollado en el campo de la teoría de juegos ¿Qué lección ofrece al lector de periódicos esta coincidencia?
Para no jugar al ratón y al gato, podemos adelantarla ya: que, con su gusto por la abstracción, con su agenda intelectual dedicada a elaborar una y otra vez las consecuencias del comportamiento del individuo racional y egoísta en un mercado concebido como un ente abstracto, con su dogmática utilización de los métodos matemáticos, la economía que domina las instituciones académicas en nuestros días vive, al igual que la escolástica medieval del último periodo, en un mundo propio que poco tiene que ver con la realidad.
No faltarán quienes consideren frívolo y de mal gusto colocar en un mismo plano el hambre africana y una sumaria descalificación de los males de la economía académica. Pero es que pocos argumentos permiten abordar tan rápidamente el núcleo de la cuestión. Porque si hay un problema en este momento que desafía la competencia y el buen juicio de los economistas, es justamente el fracaso de las fórmulas aplicadas en las dos últimas décadas por las instituciones financieras internacionales en la ayuda al desarrollo de los países pobres.
Esas fórmulas, basadas en la confianza ilimitada en el poder curativo de los mercados y del gobierno mínimo, tenían dos fuentes de inspiración: la revolución conservadora protagonizada en los EE UU y el Reino Unido por Ronald Reagan y la señora Thatcher, y la extraña clase de dogmática que domina la enseñanza de la economía en las universidades, especialmente en el mundo anglosajón, que tanta influencia tiene sobre nosotros. Como del primero de esos factores se ha hablado bastante, no estará de más aprovechar la concesión del último Nobel de Economía para ocuparnos del segundo.
Hemos mencionado, entre los males de la economía académica predominante, su gusto por la abstracción y la elucubración a partir del comportamiento del individuo racional y egoísta, a las que ha convertido en sus principales armas intelectuales. Detrás de esta elección se encuentra el deseo de una parte de la ciencia económica de alcanzar el mismo grado de universalidad en sus proposiciones que el logrado por la física y aún más por las matemáticas, consideradas como los modelos científicos a imitar; una elección reforzada por el desarrollo del cálculo integral y su utilización por los teóricos marginalistas y del equilibrio general.
La tendencia se inició a finales del siglo XIX, pero fue después de la Segunda Guerra Mundial cuando revolucionó verdaderamente la reflexión económica en las instituciones anglosajonas de enseñanza superior. Y la ola llegó luego, como no podía ser menos, a todas partes.
Las pretensiones de universalidad se manifestaron también en el propósito de extender los supuestos metodológicos centrales de la economía denominada neoclásica a otros campos de las ciencias sociales; un programa que arrancó ya en los años treinta del siglo pasado con Lionel Robbins, desde su cátedra en la influyente London School of Economics, con su omnicomprensiva definición de la economía como la ciencia del comportamiento humano enfrentado a una elección entre fines a partir de recursos escasos. De hecho, es esta especie de imperialismo metodológico o de universalización del método la que explica que el Nobel de Economía recaiga hoy con toda naturalidad en dos estudiosos, distinguidos especialistas en la teoría de juegos, de formación matemática el uno y económica el otro, cuyo trabajo se caracteriza precisamente por extender los supuestos del comportamiento racional-egoísta a campos distintos del económico.
De hecho, la teoría de juegos, aunque supone en algunos casos un distanciamiento notable respecto a las premisas de la economía neoclásica sobre la universalidad del comportamiento racional, ha reforzado en muchos economistas (y también en politólogos y otros científicos sociales) la idea de que la economía es ella misma una elucubración formal, sin conexión con la realidad, en la que la elegancia en el razonamiento es más importante que el realismo. Al igual que en un cuadro apreciamos más los aciertos formales del pintor que la anécdota que nos cuenta.
Este distanciamiento de la realidad es probablemente la más dañina de las consecuencias del predominio de los enfoques abstractos y de validez pretendidamente universal en la economía enseñada y practicada en las últimas décadas. Porque, por volver al comienzo de este artículo, los problemas del subdesarrollo en África no pueden entenderse sin tener en cuenta los factores institucionales y culturales que el dogma prevaleciente excluía, por considerar su estudio o su inclusión en la reflexión económica como poco científicos.
Pero no son únicamente los países subdesarrollados de África los que han sufrido las consecuencias del dogmatismo imperante. El pésimo manejo de muchas crisis financieras de la última década, como en el caso de Argentina, o las brutales transiciones a la economía de mercado en Rusia y otros países ex comunistas, demuestran una vez más los daños que pueden causar los errores teóricos cuando se alían con el maquiavelismo político (como en Rusia) o con el simple egoísmo (como en el caso de África). Sólo cabe referir al lector a los últimos trabajos de Jeffrey Sachs o de Joseph Stiglitz si desea conocer detalles sobre la magnitud de esos daños.
A la luz de estos problemas, es casi anecdótico, aunque no por ello debe dejar de mencionarse, que el Premio Nobel de Economía haya ido a parar este año a dos científicos que hicieron lo mejor de su trabajo en los años y al calor de la guerra fría, de infausto recuerdo, y que materias tales como la negociación sobre el control de armamentos ocupen en su biografía el lugar destacado que en la de otros economistas tienen temas más propiamente económicos.
Mario Trinidad es ex diputado socialista y escritor.
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