Quijote y Sancho
Al final, como siempre, lo que pasa es el tiempo. Es lo único que pasa de modo inexorable. Al almanaque, cada vez más desnudo, dentro de un par de días sólo le quedará el mes de diciembre, la última hoja de papel cuché (todas hieren, lo mismo que las horas del reloj de la iglesia barojiana de Urrugne, pero la última mata). Sólo nos queda un mes, el último paisaje, la última foto étnica, brumosa y kitsch del calendario de la Caja de Ahorros que adorna la cocina familiar. Dentro de poco más de treinta días empezará otro año en el que, muy probablemente, ni los disgustos íntimos ni las calamidades colectivas variarán de modo sustancial. Tampoco el calendario de la Caja de Ahorros (lo verán) variará su estética acrisolada a lo largo de generaciones. Al fin y al cabo, los pueblos milenarios como el nuestro no necesitan cambiar de calendario como de camisa. Ni siquiera necesitan cambiar de camisa.
A falta de otras cosas, el año que termina se llevará con él el alboroto de periódicos, congresos, conferencias y eventos multimedia (que no pueden faltar) celebrados con motivo del cuarto centenario del Quijote. Dejaremos de ver a deportistas, boticarios, peones albañiles, periodistas, cantantes, cocineros, políticos, actores y actrices y ciudadanos de toda clase leyendo algunos párrafos de la madre de todas las novelas. Gente que, por lo común, uno no asocia ni con Cervantes en particular ni con la literatura en general. Gente que presumiblemente lee poco. Gente que lee a la fuerza de modo voluntario o, si prefieren, voluntariamente forzada. Porque ¿qué adulto se podría negar a leer un pasaje del Quijote en el cuarto centenario de su publicación? Creo que hasta en la casa televisiva de Gran Hermano se obligó a los concursantes a leer la novela de Cervantes, convertida en trabajo obligatorio y puntuable.
No sé, viendo leer el Quijote a algunos ciudadanos he sentido a menudo un malestar (¿quizás el malestar de la cultura?) y una especie de angustia que me hacía levantarme del sofá y huir lo más lejos posible de cualquier ejemplar del Quijote que pudiera caer en mis manos, incluida la edición del centenario (con el riesgo añadido de que Francisco Rico saliera de sus páginas y me obligase a leer la novela, con sus notas y todo, en voz alta en la sala de mi casa).
Comprendo que tal vez la machaconería del cuarto centenario del Quijote pueda captar adeptos para el club de Cervantes, pero tengo mis dudas. Me parece que los gustos lectores de los pocos españoles que leen se decantan más bien por Ruiz Zafón, Gala o Pérez Reverte. Sin contar los códigos Da Vincis y sus imitadores más o menos potrosos.
Quien sí leyó el Quijote con aprovechamiento y gusto, fuera de la retórica de circunstancias de los centenarios, fue el bilbaíno Ángel Ortiz Alfau. No sólo lo leyó de cabo a rabo, sino que lo escribió palabra por palabra, ce por be, igual que un Pierre Menard del barrio de la Cruz. Mientras los calendarios (también los calendarios de las cajas de ahorros de hace cincuenta años) saqueaban la novela de Cervantes y la convertían en casquería de frases sentenciosas (frases de calendario), Ángel Ortiz tenía la feliz ocurrencia de pedir a los mejores escritores del mundo sus opiniones sobre el libro de Cervantes para ilustrar con ellas el manuscrito que preparaba junto a su hermano Rafael, pintor y acuarelista. Ángel se carteó con Thomas Mann, Jorge Luis Borges, Albert Camus, T. S. Eliot, Yasunari Kawabata o Vicente Aleixandre, entre otros muchos genios. Casi nadie le dijo que no.
Hasta el próximo 13 de diciembre puede verse en Bilbao la exposición Los Ortiz Alfau y el Quijote. Un acontecimiento tan excepcional que podría pasar inadvertido. Pese al cacareado cuarto centenario, ninguna institución pública autonómica o estatal (ni siquiera el Instituto Cervantes) ha mostrado real interés en adquirir esta increíble colección de autógrafos y evitar de ese modo una posible e indeseable dispersión. Sería una lástima que esa gran glosa cervantina escrita por las mejores mentes del siglo XX acabase a miles de kilómetros o en la caja de un banco. A los políticos con mando en plaza (lehendakaris, alcaldes, presidentes de Diputación) les llamaba chavales Ángel Ortiz Alfau. Los conocía. Echo de menos su sanchoquijotismo.
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