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Columna
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Semanas grises

Sabemos que llegaron las bajas temperaturas, el viento y el frío, pero ¿cuántos valencianos cayeron en la cuenta de que llegó el Adviento, que es tiempo de esperanza? En otros países de nuestro entorno europeo se encienden cirios las semanas que anteceden a la Navidad, tantos como domingos esperan esa festividad cristiana y familiar. Pero ¿qué encendemos aquí que no sea la calefacción, quien la tenga, o las necesarias estufas cuando nos anuncian que vamos a estar ateridos, tras meses secos como un guijarro y alegres temperaturas? Y todo ello de repente sin una semanas de transición o de lógica. Lógica que no podemos buscar en la climatología del País Valenciano -aquí la lluvia no sabe llover, se dijo- ni en nuestra realidad cotidiana. Aunque la esperanza nunca desaparece.

La esperanza puede tener, a pesar del gris de los días, la silueta afable y familiar del ceramista de Onda que nos dejó. De la imagen de ese muchacho con setenta y muchos años, cuyo hogar fue refugio de jóvenes y adolescentes en épocas, también grises, porque encontraban allí convivencia, tolerancia, esperanzado futuro, amor a las tierras valencianas y a la naturaleza, apego a la arcilla ancestral y a los colores que dieron trabajo y sazonaron las vidas de tanta gente humilde desde el tiempo inmemorial de los moros y los cantares de gesta. Manolo Safont Castelló era una figura popular, un desgreñado artesano del pueblo que lo dio todo a su pueblo, la laboriosa y alegre Onda con sus muchas y desmochadas torres desde los tiempos del belicoso Cid. Manolo no se ha ido; a Manolo no lo han enterrado, porque no se suele enterrar ni la ingenuidad ni la esperanza Tampoco se suele enterrar un ejemplo de civismo, compartido en el seno de su familia por la entereza de Ana del Moral, y en cuyo espejo se miraron no pocos de los castellonenses, valencianos e hispanos que hoy peinan calvas o canas. Desde los actuales responsables de la cultura hasta el más humilde de los vecinos han mostrado el afecto y el apego, estos días grises, al trabajador, al artesano y al artista que paseaba sus entrañables y familiares greñas por entre nosotros. Es de bien nacidos y bien está. Aunque a uno le gustaría recordar ahora y para luego, una actitud que suele pasar desapercibida en loas y epitafios.

Era allá por los sesenta, cuando no había ayuntamientos democráticos y a los muchachos con patillas pronunciadas o unos centímetros más de pelo en la nuca se les tachaba de afeminados. Todavía no se oía hablar del medio ambiente, de la recuperación de la antigua autonomía valenciana, del posible renacer del valenciano en trance de desaparecer, del aplastante cemento en la costa, de los campos de golf, de la corrupción o el tráfico de influencias, que se daban por supuestas, de noches como botellones sin esperanza o de preocupación por la conservación de nuestro patrimonio cultural. Otros tiempos y otra cultura o "no cultura". Por entonces se empezaban a derribar viejos caserones y levantar pisos y cemento. Manolo y Ana salvaban del derribo y del depósito de escombros los viejos azulejos que son historia y testimonio de la cultura de un pueblo. De hecho estaban atentos y vigilantes con tal de que no desapareciese ninguna muestra cerámica del pasado de su población. El museo del azulejo de Onda lleva hoy el nombre de Manolo con justicia. Se preocupó por salvar un pasado patrimonial cerámico, mientras orientaba su propia obra, en días grises, hacia un futuro esperanzador

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