El mar no tiene la culpa
Si un presidente del Parlamento Europeo y alto dirigente del Partido Socialista, Josep Borrell, no duda en afirmar que los resultados de estos 10 años de Proceso de Barcelona son más bien modestos, quiere decir que la cosa ha ido más bien fatal. Concretaba su opinión Borrell hace unos días en Rabat, presidiendo la Asamblea Parlamentaria Euromediterránea, al afirmar que "políticamente, los conflictos regionales siguen estando ahí, y económicamente, la distancia entre las dos orillas del Mediterráneo ha seguido ampliándose". No tenemos un espacio común en el mar que une esas dos orillas de esos dos continentes que tienen distancias sociales enormemente más significativas de lo que la distancia real podría hacernos suponer. Tenemos, reconozcámoslo, un mar frontera y no un mar como espacio común y compartido. Y lo peor es que la mayoría social de nuestros pueblos está de acuerdo en ello, ya que predomina en Europa la visión de amenaza y de riesgo con relación a las poblaciones ribereñas del sur.
Diez años son pocos para zanjar un proceso tan complejo, pero dentro de 10 más no podremos acusar al mar de nuestros miedos y recelos
Los 10 años transcurridos han cambiado notablemente el escenario, pero las grandes cuestiones siguen pendientes. Es cierto que algunas cosas han mejorado. La incorporación de Malta y Chipre, los tímidos avances con relación al ingreso de Turquía en la UE, la estabilización notable de los Balcanes, el aparente apaciguamiento de los conflictos en Argelia y Egipto, y los cambios en Libia y el Líbano podrían destacarse como positivos. Pero el problema del Sáhara sigue cruzándose en muchas cuestiones. Y sobre todo, el conflicto palestino-israelí sigue muy enquistado, y sujeto a cambios de tendencia muy coyunturales, como los que hoy nos permiten celebrar la apertura de la frontera entre Gaza y Egipto, o la potencialidad del cambio político en Israel que puede suponer el relevo en el liderazgo del laborismo. Por otro lado, los sucesos de septiembre del 200 y sus corolarios, o la constatación que la inmigración del Sur hacia el Norte seguirá sin detenerse en un futuro próximo, han alertado a las opiniones públicas de los países del norte, lo que no contribuye a facilitar ulteriores progresos. Dicho lo cual, entenderemos que ha habido y hay mucho más interés en Europa en los asuntos de seguridad que en los de cooperación política. El gran objetivo de la Conferencia de Barcelona de 1995 fue conseguir estabilidad y paz en la región, y hacerlo mediante desarrollo conjunto. Y la cuestión sigue estando ahí.
En el campo económico y financiero ha habido más actividad que resultados tangibles. La inversión europea ha aumentado, pero sigue siendo muy baja en términos comparativos con otras áreas del mundo. Las relaciones económicas entre países de la orilla meridional siguen siendo muy escasas. Y en general, se ha dado más una perspectiva de ayuda económica del Norte al Sur que una visión de codesarrollo entre socios. El problema que generan la existencia y el crecimiento de la deuda de los países del sur sigue siendo muy significativo, y requeriría mucha más imaginación y generosidad por parte europea. No resulta extraño que en el sur se vean con temor y suspicacia las llamadas a abrir mercados y favorecer el libre comercio, cuando sus productos agrícolas siguen teniendo problemas para desplegarse en Europa y cuando imaginan que los costes de esa apertura comercial caerán irremisiblemente sobre gran parte de sus frágiles economías. La política de ajuste que sigue recetando el FMI y en buena parte la UE acostumbra a tener impactos muy graves sobre la población con menos recursos, y sólo hay que preguntar en América Latina al respecto.
Se hablaba en la Declaración de Barcelona de hace 10 años de potenciar el conocimiento mutuo y el diálogo intercultural. La circulación de personas entre el Sur y el Norte se ha incrementado enormemente. También han aumentado los flujos de las remesas de los inmigrantes de Norte a Sur. Pero si bien todo ello puede ir generando efectos muy positivos a medio plazo, por ahora estamos atravesando un periodo más bien oscuro y poco esperanzador. Por mucho que hablemos de política de vecindad o del "nuevo instrumento europeo de vecindad y asociación", lo cierto es que nuestros viejos y nuevos vecinos en Europa siguen siendo tremendamente discriminados política y socialmente. Por extraño que parezca, dada la tradición del flujo migratorio desde el norte de África a Europa, seguimos aplicando la condición de inmigrante temporal, de "trabajador invitado", a esos millones de personas de primera, segunda o tercera generación. Seguimos extranjerizando a los inmigrantes que vinieron y que vienen para quedarse. No habría mejor noticia para el Proceso de Barcelona que avanzar en una lógica de ciudadanización de los inmigrantes procedentes de la ribera meridional. Javier de Lucas habla de la ciudadanía como vecindad, después de una residencia estable, que permita participar políticamente en el ámbito local e ir gradualmente ampliando su alcance a escala autonómica, estatal o europea. Es en ese punto, el del desafío de la inmigración al núcleo duro de la identidad europea,donde probablemente resida buena parte de un cambio que con euros de ayuda, construcción de infraestructuras o llamadas genéricas a la democratización, tendrá muchas dificultades para avanzar. La Unión Europea ha de resolver, como dice Bichara Khader, su relación problemática con la alteridad más próxima, la del sur del Mediterráneo, evitando así las "desviaciones de identidad" que provoca el verse rechazados por el origen, por el color de la piel o simplemente por el nombre de pila. Y avanzando en ese terreno, estaremos lanzando más señales que con subvenciones y ayudas jerárquicamente pensadas y otorgadas. Diez años son probablemente pocos para zanjar con un solo calificativo un proceso tan complejo, pero dentro de 10 años más nadie tendrá ya excusas, y no podremos acusar al mar de nuestros miedos y recelos.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.
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