La trampa de repartir culpas
Autor de excelentes trabajos sobre la España de los Austrias, el profesor Bennassar mostró ya en los años noventa su interés por la España contemporánea con su biografía de Franco (1995) y ahora nos presenta una interpretación de la Guerra Civil, bajo el título, sartriano y algo truculento, de El infierno fuimos nosotros. Dado que no es español, hubiera sido un gesto de amabilidad no formar un nosotros infernal con todos los españoles de 1936. Sucede, sin embargo, que semejante título es útil para entender la aproximación de Bennassar a esa crisis histórica.
En realidad, son dos libros en uno. La propuesta de prolongar la Guerra Civil más allá de la derrota republicana es discutible, ya que desde ese momento imperaron sin obstáculo los vencedores, si bien resulta útil para subrayar la importancia de la represión posbélica. Y si asumimos, la ampliación, hubiera sido preciso incorporar los años 1945-1949, cuando ilusoriamente un sector del antifranquismo trató de reactivar la contienda sirviéndose de una lucha armada clandestina. O tomando la represión como guía, prolongar el relato hasta el último hito mortífero de la misma, el fusilamiento de Grimau, ya en los años sesenta. Esta segunda parte del libro, con el repaso al sufrimiento de los vencidos, es, en todo caso, lo más sugestivo de la obra.
EL INFIERNO FUIMOS NOSOTROS. LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA (1936-1942...)
Bartolomé Bennassar
Traducción de Nuria Petit y
Paloma Gómez Crespo
Taurus. Madrid, 2005
537 páginas. 23,50 euros
En cambio, a la hora de explicar la guerra, Bennassar va demasiado lejos y, sobre una descripción de la guerra poco novedosa, al montar una atalaya propia en tanto que "historiador amante de la verdad", repartiendo culpabilidades con el fin de convencer al lector de que la responsabilidad de ambos bandos fue convergente en la génesis del 18 de julio, estallido inevitable. La voluntad de equiparar a ambos bandos destaca asimismo en el apartado sobre el terror en ambas zonas: Bennassar acierta al poner en tela de juicio la exculpación general de los republicanos en nombre de la "espontaneidad revolucionaria"; hubiera debido estimar, sin embargo, el abismo que separa a ambas direcciones políticas de la guerra, el vigor crítico de hombres como Azaña o Peiró, e incluso, para fundamentar su propia tesis, analizar las lógicas de la represión (una cosa es el asalto a la Modelo, otra Paracuellos).
Tal visión maniquea se mantiene en lo sucesivo, hasta el punto de que una victoria republicana hubiera supuesto, a su juicio, el dominio del comunismo sobre España (página 458). En fin, para ver reconocido su papel de evaluador imparcial, Bennassar hubiera debido abordar un estudio a fondo de la República, no sólo de su museo de horrores, cosa que no hace, así como evitar errores clamorosos, que no son precisamente signos de rigor. Veamos algunos. Largo Caballero no fue ministro después de ocupar la presidencia del PSOE en 1932 (página 35). Tampoco propugnaba entonces la dictadura del proletariado (página 32). Togliatti no pudo intervenir en España en la primavera de 1937 para "desestabilizar" al Gobierno de Largo Caballero (página 284), ya que llegó en agosto. Y, como medida del sesgo de la obra, entre los daños colaterales de la vida amorosa de Pasionaria, no figura el envío de su marido a Rostov donde murió (página 320). Tras pasar por una fábrica de esa ciudad, donde también trabajó Rubén, el hijo de ambos muerto en Stalingrado, Julián Ruiz vivió muchos años en Moscú y murió en el hospital de Cruces (Vizcaya), en 1977. Claro que lo otro encajaba mejor.
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