El pacificador
Me había hecho el firme propósito de no introducir en este espacio semanal de opinión referencia alguna al trigésimo aniversario de la muerte de Francisco Franco, una efeméride que ha tenido ya generosa cobertura tanto mediática como bibliográfica. Y estaba a punto de conseguirlo..., cuando se cruzó en mi camino el Corriere della Sera. Para ser más precisos, la entrevista con Manuel Fraga Iribarne que el diario italiano publicó a toda página el pasado 16 de noviembre, como contribución al recuerdo del óbito dictatorial. Pese a su facundia y su grafomanía acreditadas, Fraga no ha sido pródigo en juicios públicos acerca del Caudillo; además, la edad del ex presidente gallego -cumplió 83 años anteayer- y su posición de semijubilado permitían albergar la esperanza de una entrevista tan enjundiosa como sincera.
Y a fe que lo es, desde el mismo título: "Basta de derribar las estatuas. No hay que borrar a Franco". Bajo este sugestivo encabezamiento, el que fuera ministro de la Gobernación durante los luctuosos sucesos de Montejurra y de Vitoria comienza por arrogarse el mérito de la "transición en paz", porque -sostiene- "la izquierda tenía otra idea: la ruptura, la transición violenta". ¿Violenta, cuando tanto el PSOE como el PCE-PSUC llevaban décadas propugnando la reconciliación entre españoles, un entendimiento con los monárquicos, la huelga general pacífica, el cambio político sin sangre y otras fórmulas parecidas?
Pero el grueso del diálogo entre el periodista italiano y el viejo león de Villalba versa sobre la experiencia histórica del franquismo, y aquí Fraga se muestra categórico. "Franco dejó una economía en desarrollo, una fuerte clase media que, antes de él, sólo existía en Madrid, Barcelona y Bilbao, y preparó la sucesión escogiendo a la persona justa: el rey Juan Carlos. Todo esto hizo olvidar a los españoles de qué manera había subido al poder". ¿Olvidarlo? ¿Olvidar los tres años de sangrienta guerra civil, la implacable posguerra...? ¿Cómo hubiesen podido los españoles olvidar todo eso si, precisamente, la dictadura invocaba en cada momento tales orígenes -el 18 de julio, la cruzada, la victoria, los caídos, los ex combatientes de un solo bando...- como fuente de su propia legitimidad y como exorcismo contra sus enemigos?
"¿Qué sentido tiene ahora borrar a Franco?" -se pregunta el hombre de los tirantes rojigualdos. "Sería como borrar a Isabel la Católica por la culpa de haber tomado Granada. (...) No me cabe ninguna duda de que el juicio de la historia será positivo. Sobre 1975, pero también sobre 1939". ¿Positivo? ¿Desde qué criterio civilizado puede considerarse positiva la fecha en que culminó la matanza fratricida de más de medio millón de seres humanos, el momento en que lo mejor de la sociedad española se vio forzado al exilio, el año a lo largo del cual, y sólo en Cataluña, 2.081 personas fueron fusiladas por su adscripción política? En cuanto a 1975, bastará recordar las ejecuciones del 27 de septiembre, la indignación de Europa, el aislamiento diplomático del dictador agonizante.
Prosigue Fraga en el Corriere: "El régimen no era fascista, ni tampoco totalitario. Era autoritario, que es cosa distinta. No sólo el pueblo no fue movilizado, sino que tampoco hubo predominio del ejército sobre el pueblo". ¿No fue fascista ni totalitaria una dictadura de partido único que trató de encuadrar a sus súbditos bajo una telaraña de estructuras de adoctrinamiento y control (Frente de Juventudes, Sección Femenina, sindicatos verticales, Educación y Descanso...), que sojuzgó todas las libertades, que mantuvo la censura postal hasta 1948, que babeó ante las victorias bélicas de sus padrinos Hitler y Mussolini (véase, sobre este punto, el espléndido libro que acaba de publicar Francesc Vilanova Vila-Abadal)? ¿Era fruto de la mera casualidad que, durante cuatro décadas, tantísimos altos cargos y ministerios civiles estuvieran ocupados por militares, desde Suanzes y Beigbeder a Vigón y Garicano, pasando por Alonso Vega o Muñoz Grandes? A este último, Fraga lo describe como "un hombre muy interesante, que era republicano". Interesante tal vez, pero lo que el general Agustín Muñoz Grandes era ante todo es un nazi convencido, jefe entusiasta de la División Azul, orgulloso portador de la Cruz de Hierro que le concedió el mismo Führer... y tan republicano como el Mussolini de Salò.
Interrogado sobre las ejecuciones incluso en el franquismo tardío, el ex ministro concede: "yo habría preferido otro final. Pero en la mentalidad de Franco el terrorista que pone una bomba para matar mujeres y niños merecía la muerte". "¿Incluso Grimau?", insiste el corresponsal, sin rebatir la demagógica falsedad de la respuesta anterior. "Grimau fue juzgado por hechos que había cometido. Hechos antiguos, es cierto, pero no prescritos", zanja Fraga sin una palabra de rectificación, sin una sombra de arrepentimiento.
Inmune a la autocrítica, don Manuel acusa a Rodríguez Zapatero de haber roto el "pacto del olvido" de la transición, rechaza que se abran las fosas comunes de la guerra y la represión, niega que los panfletos de los Pío Moa, César Vidal y compañía sean revisionismo (son "sólo una defensa razonable de lo que sucedió"), asegura que "es del franquismo de donde nace la democracia" y concluye con una sentencia definitiva: Franco "fue un pacificador".
Pues bien, en los próximos meses el autor de tales asertos (que, si dijera lo mismo a propósito de Hitler en Alemania, estaría en la cárcel), será nombrado senador del Reino. Y el Partido Popular -del que todavía es presidente-fundador- calla, asiente y sigue dándonos lecciones de cultura constitucional, de celo por las libertades y de fervor democrático... Si no produjese asco, tanta desvergüenza política incluso daría risa.
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