Turistas y piratas
Así se llamaba -"Turistas y piratas"- uno de aquellos deliciosos juegos de mesa Crone que tanto maravillaron mi infancia. El tablero, ¡qué bien lo recuerdo!, reproducía un mapa de los principales puertos de todo el mundo y a través de la cuadrícula azul del mar unos barquitos miniatura realizaban atrevidas singladuras, ora como simples turistas o como feroces piratas, según el destino que les dictase un reglamento que en cambio ya he olvidado, porque la memoria es caprichosa. Y por otra y aún mayor de sus arbitrariedades se me vinieron el otro día a las mientes aquellos turistas y/o piratas al ver las imágenes de la manifestación contra la LOE y sobre todo al escuchar los lemas que se corearon en ella. Intentaré elucidar un poco el mecanismo de esta asociación tan libre...
Por supuesto, no faltan motivos de alarmada y aún indignada protesta contra la situación de la enseñanza escolar en nuestro país. Que una parte importante de sus deficiencias provienen de la LOGSE, por buenas que fuesen las intenciones que dictaron esa ley, es cosa que hoy admite la mayoría de los docentes de secundaria. Y que las leyes sucesivas (primero la LOCE y después la LOE) que tratan de enmendarla sin suficiente acuerdo global no dan tampoco una impresión de acierto sin sectarismos que permita a los profesores afrontar con tranquilidad y sin miedo a bandazos políticos el futuro a medio plazo, parece algo razonablemente aceptable. De modo que resulta a todas luces urgentemente deseable un trabajo conjunto a fondo entre especialistas en teoría pedagógica y sobre todo maestros con experiencia docente actual, cuyo resultado se comprometiesen a asumir sin reservas ni miopías electoralistas los dos grandes partidos parlamentarios. No puede seguir habiendo una ley nueva para la escuela en España cada cuatro años. Es necesario asegurar sobre todo el derecho a estudiar de quienes pretenden hacerlo, reforzando las medidas que aseguren la imprescindible disciplina en las aulas y no dejando a los profesores sometidos al acoso grosero de boicoteadores o incontrolados con afán de matonismo exhibicionista. También es importante ofrecer alternativas viables de formación profesional para quienes muestran una repugnancia invencible por otro tipo de estudios y la exteriorizan impidiendo aprender a los demás. La cuestión es delicada y compleja: seguramente no depende solamente de preceptos legales sino de un cambio de actitud frente a la propia enseñanza, para el cual conviene releer advertencias contra el laxismo suicida como La escuela de la ignorancia de Jean-Claude Michéa (ed. Acuarela) o el Panfleto antipedagógico de Ricardo Moreno Castillo, que ha circulado mucho pero creo que no está aún editado.
Puede que algunos de los manifestantes del sábado 12 de noviembre estuvieran motivados por esta insatisfacción y no vieran otro medio de hacerla oír que engrosar las filas del último aquelarre antigubernamental que se les ofrecía. Les comprendo, desde luego, aunque no les alabo el gusto. Porque junto a objeciones sensatas o al menos sensatamente debatibles contra la nueva ley (y de paso contra las anteriores) los temas y lemas que prioritariamente centraron la protesta son a mi juicio mucho menos respetables: más propios de piratas que de turistas, para entendernos. Y quizá el principal defecto del Gobierno en este campo sea no argumentar públicamente una firme respuesta frente a ellos. Por ejemplo principal, el supuesto derecho irrestricto de los padres a educar a sus hijos dónde y cómo les parezca. No he oído ni leído un mentís suficientemente enérgico a esta abusiva pretensión (que comporta además el corolario de que el Estado no tiene potestad alguna para educar y debe limitarse a garantizar el derecho de los padres o actuar en ocasiones de modo subsidiario).
Para empezar, los padres tienen derecho a elegir el centro donde prefieren que sus hijos estudien... pero si optan por la vía pública o concertada, tal elección se somete a la oferta institucional de ese servicio público (es significativo que, en las discusiones sobre la LOE entre representantes de la Iglesia y del Ministerio de Educación, los primeros solicitasen la supresión de la calificación de la educación como "servicio público"; y es preocupante que, según cuentan, los segundos accediesen de entrada a tan escandalosa petición...). Los centros concertados, como es natural, deben cumplir diversos criterios de integración de alumnos inmigrantes o que necesitan algún tipo especial de atención: y la Administración no sólo puede sino que tiene el deber de impedir que se realice en alguno de ellos una selección excluyente apoyada en pretextos económicos destinados a costear ciertas asignaturas no regladas o cualesquiera otros más o menos arbitrarios. No sólo para impedir la formación de guetos elitistas a cargo de los presupuestos estatales sino para evitar la sobrecarga de las escuelas públicas con casos problemáticos cuya injusta acumulación podría dificultar hasta el agobio su ya compleja tarea. Tenemos que educar para la convivencia plural y no para la consolidación de las castas.
Pero veamos más de cerca hasta qué punto la formación moral y cívica de los neófitos es asunto que corresponda exclusivamente a sus familias. No habría mayor problema si los educados lo fueran para quedarse en casa: lo grave es que saldrán a la calle y se mezclarán con los demás. Si una familia elige instruir a sus vástagos en las delicias del canibalismo, éstos no se contentarán con devorar a la abuelita sino que buscarán pitanza entre los vecinos. Por eso la preocupación por la educación es social, no sólo familiar: financiada con fondos públicos o privados, es siempre un servicio público que debe estar sometido al control responsable de la comunidad. Entonces ¿debe educar el Estado? Pues claro que sí, en lo tocante a la cohesión de la sociedad y a los valores que son necesarios para que funcione la convivencia democrática. En la manifestación contra la LOE, una de las reivindicaciones expuestas -y muy atinada, me parece- es que debe haber un bloque mínimo suficiente de enseñanzas comunes en los programas de todas las autonomías. Pero los mismos que exigen al Estado la tarea educativa de establecer tales contenidos compartidos le niegan el derecho de intervenir en modo alguno en la orientación moral o cívica que puedan querer dar los padres a la formación de sus hijos. ¿En qué quedamos? ¿Debe el Estado impedir que tengamos diecisiete planes de estudio distintos y contrapuestos pero consentir resignadamente que haya cuarenta millones potenciales de visiones de nuestra democracia, sin proponer al menos un mínimo común denominador de ciudadanía? Francamente, el informe PISA valoró muy a la baja los conocimientos científicos de nuestros estudiantes pero creo que aún hubiera calificado peor la articulación lógica de la Concapa y compañía...
Lejos de ser un capricho manipulador, la educación para la ciudadanía es una pieza fundamental en el cumplimiento de los objetivos de pleno desarrollo huma
-no que la Constitución (y el sentido común) fijan para la educación. Naturalmente, sus contenidos específicos deben ser debatidos detenidamente y ya hay propuestas interesantes al respecto. También, claro está, desde posturas ideológicas cercanas a confesiones religiosas: la ONG Intermón Oxfam, de inspiración jesuita, ha presentado recientemente al Ministerio un proyecto sugestivo. En uno de sus apartados señala que la educación no puede ser nunca neutral, sino que debe proporcionar al alumnado elementos para decidir entre mantener el mundo tal como está o participar en su transformación hacia una mayor justicia para todos. Ahí se apunta al menos algo crucial: la educación ciudadana no debe dar solamente lecciones de acatamiento de lo vigente sino también pautas para modificarlo a través de los mecanismos democráticos, sin recurrir a incendios o vandalismos. Hay que aprender a manejar la democracia, sin limitarse sencillamente a respetarla como una vaca sagrada. Y la formación teórica y práctica imprescindible para ello consiste no sólo en mecanismos legales, sino en una moral cívica de inspiración humanista que además de brindar normas sepa razonar su fundamento como la explicitación institucional de ciertos valores. En una palabra, los deberes y derechos de la acción en libertad. ¿Acaso no hay señales en nuestro entorno y dentro de nuestro país de que tal preparación es una tarea urgente?
No voy a referirme a la traída y llevada asignatura de religión, porque los únicos que tendríamos derecho a protestar de su formulación en la LOE somos los laicistas. Y quién sabe, quizá debamos hacerlo si se sigue invocando tan desvergonzadamente como hasta ahora la supuesta unanimidad de la sociedad en la manifestación que amontona a turistas y piratas. No sería desde luego imposible sacar a la calle a más de un millón de educadores, padres y maestros, en defensa de una educación como servicio público eficaz, laica y ciudadana, porque hay mucha gente en este país que no desea para ninguna Iglesia la corona de espinas pero tampoco está dispuesta a conceder a nadie patente de corso.
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
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