Sacristán y la Universidad
Esta tarde, en el paraninfo de la Universidad de Barcelona, se rendirá un homenaje al filósofo Manuel Sacristán con motivo del vigésimo aniversario de su muerte. Han sido 20 años de silencio sobre su aportación científica, sobre sus ideas, sobre su compromiso y su acción social más allá de reducidos círculos universitarios. No es ninguna sorpresa que esto haya sucedido ante la profunda involución y hegemonía neoconservadora que se ha producido en el mundo occidental desde los años ochenta. Lo es un poco más que una izquierda política entregada al pragmatismo institucional haya aceptado pasivamente la división clasista de la sociedad como algo irremediable. Sacristán era un militante comunista crítico e incómodo para cualquier estructura de poder, fuera la que fuese, empezando por el partido político que tenía más cercano. Pero no quiero escribir del ciudadano comunista, sino del profesor universitario.
Sacristán cuestiona de buenas a primeras el mito de la Universidad como "el hogar de la libertad" al decir que "basta con recordar cómo se sometió y sirvió al nazismo la más clásica universidad del Occidente moderno". La Universidad como institución, su gobierno y la mayoría del profesorado se adaptan normalmente a las ideas y los valores dominantes. Hoy vivimos en una época de hegemonía ultraliberal y las universidades se adaptan a la mercantilización del conocimiento y de la ciencia, e incluso se someten a su misma privatización abierta o encubierta. La mercantilización de la profesión universitaria se traduce en las dos desviaciones que Sacristán ya anunciaba con relación a la investigación científica y a la docencia, y que los últimos 20 años han confirmado hasta el extremo. Decía Sacristán que una buena parte de la investigación es determinada por la necesidad de "publicar" para ganar cátedras, becas y honores en la carrera universitaria, pero no tienen valor alguno de conocimiento ni son aportaciones originales, sino que "es un conjunto de meras piezas del expediente académico de sus autores". También acertaba cuando, ante el fenómeno de la masificación universitaria, la división de las titulaciones en diplomaturas y licenciaturas, y la jerarquización clasista del conocimiento universitario y de las salidas profesionales, denunciaba la devaluación de los títulos universitarios hasta perder incluso todo valor de cambio. ¿Para qué un título universitario si no aprendes nada y te sirve en el mercado para menos? Ésta sería la pregunta lógica del candidato a titulado universitario. Pero la institución universitaria debería preguntarse si se puede tolerar una mercantilización desenfrenada de las funciones de la Universidad sin poner en serio riesgo el sentido de la misma institución pública dedicada al cultivo del saber en libertad.
A Ortega y Gasset, en su excelente ensayo sobre la Misión de la Universidad, con el que Sacristán dialoga desde el respeto y la discrepancia, le preocupaba especialmente la pérdida y degradación de la primera función histórica de la Universidad, la transmisión de cultura, que anteponía a las otras dos funciones, la enseñanza de las profesiones y la investigación científica. El pensador liberalconservador defendía la función de la Universidad como transmisora de cultura en el sentido de promover y asegurar la hegemonía de determinados valores e ideas, una función elitista y no democrática, garantizada desde la "supuesta sapiencia intelectual" de unos escogidos en selectas torres de marfil. El impacto de la enorme masificación de la Universidad entra en contradicción con esta Universidad liberal elitista, pero no con la división clasista del trabajo. A Sacristán no le preocupaba tanto lo primero como lo segundo. La división técnica del trabajo forma parte del desarrollo de las sociedades sin que quepa cuestionarla. Otra cosa es la división clasista del trabajo y su adaptación profesional desde la misma jerarquización corporativa de los estudios y titulaciones universitarias. Este sí que es un problema mayor cuya superación incumbe pero también desborda al ámbito universitario.
No obstante, la Universidad tiene la responsabilidad de impartir una enseñanza de calidad y exigente en cuanto al esfuerzo del estudiante. Sacristán tenía una concepción de la enseñanza universitaria basada en la libertad del alumno para decidir su propio itinerario académico bajo la guía de un tutor y con muy pocas asignaturas obligatorias. Proponía una mayor precisión en el perfil general de la titulación y unos planes de estudios independientes de las presiones corporativas e interdependientes e interdisciplinarios en sus contenidos. Esta interdependencia dejaba sin sentido los exámenes o pruebas por asignaturas, dando paso a exámenes o pruebas más generales sobre el conjunto de las materias cursadas. En concreto, Sacristán era partidario de sólo dos exámenes, un examen propedéutico después de por lo menos dos años de estudios y otro al finalizar la carrera. Por supuesto, también se trataba de otro tipo de examen, que debería ser "largo, cuidadoso y personalizado".
No cabe duda de que estas ideas de Sacristán quedan lejos de lo que sucede en la mayoría de los centros universitarios. No creo que la solución esté en la Declaración de Bolonia, ni en la convergencia para la creación de un espacio europeo de educación superior. El problema viene de lejos y supera las buenas intenciones de quienes de buena fe quieren mejorar la calidad de la enseñanza universitaria. Faltan recursos, pero principalmente falta un giro radical en la actitud y motivación del profesorado. Y por encima de todo, se necesita un cambio en la política universitaria de los poderes públicos, demasiado condescendientes con la mercantilización de las universidades públicas y con el corporativismo de su profesorado. La educación es un derecho, no una mercancía, dicen los estudiantes que defienden una Universidad pública y de calidad. Tienen razón.
Miquel Caminal es profesor de Ciencia Política de la Universidad de Barcelona
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