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Columna
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Llega el Rey

Hace hoy 30 años, el 22 de noviembre de 1975, llega el rey Juan Carlos I. Aquellas Cortes franquistas proceden a proclamarle. Su presidente, Alejandro Rodríguez de Valcárcel, lo hace conforme a las disposiciones del régimen entonces vigente, pero introduce una morcilla en el texto protocolario previsto para añadir aquello de: "Señores procuradores, desde la emoción en el recuerdo a Franco, ¡viva el Rey!". Don Juan Carlos ha pronunciado el discurso de la concordia, ha mencionado a su padre, de quien le viene la legitimidad dinástica, y sabe que sólo salvará la institución y hará posible su continuidad si transforma su condición de sucesor designado por el anterior jefe del Estado en la de un Rey, primero consentido y enseguida querido por todos los españoles. Se empeña desde el primer día en resignar gran parte de los poderes heredados, que entiende tan excepcionales como improrrogables.

Aquel mismo día inaugural, dirige su primer mensaje a las Fuerzas Armadas, de las que ha venido a ser capitán general y jefe supremo. El mensaje es más que un detalle. Revela el papel que ha de desempeñar en la transferencia de lealtades de la familia militar, todavía bajo el impacto de la inicial orfandad, hacia las instituciones democráticas que han de nacer. Tiene aprendido de forma indeleble que la perennidad de la Corona ha de basarse en el amor de su pueblo. Sabe que las Fuerzas Armadas, como tantas otras instituciones del Estado, tendrán que dejar de ser las Fuerzas Armadas de Franco, vistas como un Ejército ocupante de su propio país con la misión de "mantenerlo todo atado y bien atado", para pasar a ser las Fuerzas Armadas de España. Es decir, el respaldo decisivo para el ejercicio de su soberanía. De manera que dejaran de ser percibidas como una amenaza y pasaran a formar parte de la defensa nacional, de sus más preciados valores y de sus más altos intereses como pueblo libre.

Recordemos que don Juan Carlos ha nacido en el exilio de Roma. Ha vivido su infancia en Estoril. Ha venido a estudiar el bachillerato a España en la finca de Las Jarillas (Madrid) y en el palacio de Miramar (San Sebastián). Ha regresado de nuevo para ser cadete y guardiamarina de manera sucesiva en las academias del Ejército, de la Armada y del Aire. Ha quedado integrado en sus promociones. En su momento, desfila por el Paseo de la Castellana y escucha los insultos de los falangistas, siempre dispuestos a ser la claque incondicional de un régimen anclado en la ambigüedad sobre la Monarquía, en cuya animadversión había educado a las nuevas generaciones de la posguerra. Es alumno de la Universidad Complutense. Se compromete con la princesa Sofía de Grecia, con la que se casa en Atenas cuando reinaban Pablo y Federica. En 1969 es designado sucesor a título de Rey, con el desaire que eso significa para su padre el conde de Barcelona, titular de la dinastía que a él le corresponderá salvar.

Son años de permanente ducha escocesa. Le reverencian los Grandes de España, en privado, y le abuchean los del Movimiento y los sindicatos verticales, en público. El rey don Juan Carlos, adiestrado sobre todo en la universidad de la calle y en la escuela de la adversidad, supo mantener el pacto con la realidad mientras se esforzaba en alterarla en la dirección democrática, que empezaba a despuntar en medio de otros muchos signos de confusa contradicción, según se extinguía con su fundador la vida del régimen franquista. Pero nada estaba escrito, ni por parte alguna se dieron facilidades. Se precipitaban las reclamaciones de todas clases y crecían las impaciencias, mientras los terroristas continuaban asesinando y los del búnker multiplicaban sus proclamas e intentonas.

En el ámbito social, en el territorial, en el político, nadie quería esperar. Y se trataba de no defraudar, de invertir la situación que había llevado en los años 30 a sumarse a muchos de los mejores al campo republicano. El Rey quería demostrar que la Monarquía, en lugar de ser un obstáculo para las libertades democráticas, había pasado a contarse entre sus impulsores. El proceso de la Transición tuvo otros actores principales, pero ahora no puede invalidarse como si hubiera sido resultado penoso del miedo, que precisamente entonces nos sacudimos. Otra cosa es que gravitara el escarmiento de los pasados conflictos de los que deberíamos seguir alejándonos. Vale.

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