Vacaciones mortales
En Ensayo sobre la lucidez, José Saramago desplegaba una de las características más sobresalientes de todo su arte narrativo: la alegoría. Desde esta instancia, el escritor portugués hacía en aquella novela una propuesta cívica, que con toda su carga de compromiso, no constreñía nunca el eficacísimo ejercicio de construcción narrativa que la hacía posible, creíble e inspiradísima. Se daba incluso el lujo el premio Nobel de conculcar una de sus autoproclamadas leyes: una ironía sin humor. En esa novela no era fácil evitar la risa (muchas veces amarga), de la misma manera que no lo es siempre en las más pavorosas ficciones de Kurt Vonnegut, por citar a un escritor que suele moverse por parámetros literarios parecidos a los de Saramago. La alegoría, sobre todo en novelas como Ensayo sobre la ceguera, Todos los nombres y La caverna, le permite a Saramago encaramarse sobre la naturaleza humana, pero sobre todo sobre la naturaleza social de nuestro mundo, como les permitía a Critilo y Andremio en El Criticón, mirar desde una de las siete colinas de Roma el paso del tiempo, la fragilidad humana y la muerte. En Las intermitencias de la muerte, su nueva novela, Saramago pone en funcionamiento otro dispositivo alegórico. Pero antes de entrar en materia, convendría, por si hubiera lectores que no hubieran leído todavía ninguna novela del premio Nobel, señalar otra característica en la narrativa de Saramago. Su apego a las soluciones fronterizas. Sus novelas de ideas resueltas formalmente con materiales narrativos prestados de lo fantástico. Cité antes a Vonnegut. Pero podría haber mencionado también a Swift, a Wells, a Ballard. No sé si esto es exactamente así como lo formulo, pero podría darse el caso de que alguien lícitamente se lo preguntara. Un país entero de pronto es atacado de ceguera, en otro (o el mismo, tal vez) un día se descubre, como sucede en la novela que ahora comentamos, que la muerte deja de existir, que la muerte muere.
LAS INTERMITENCIAS DE LA MUERTE
José Saramago
Traducción de Pilar del Río
Alfaguara. Madrid, 2005
274 páginas. 19,50 euros
"Al día siguiente no murió na
die". Así comienza Las intermitencias de la muerte. Una frase con la que seguramente Augusto Monterroso hubiera despachado un cuento, pero que Saramago usa para introducirnos de lleno en el meollo existencialista de su novela. En ese país innominado, donde impera una monarquía parlamentaria, un día la muerte hace abandono de sus funciones. El estupor contagia a toda la población. La muerte ha dejado de existir, pero el pequeño país de diez millones de habitantes se convierte en una nación de moribundos. Enseguida hace su aparición el mercantilismo más insano. Hay personas que deben morir, su situación clínica hace insostenible tan espantosa supervivencia. Es entonces cuando surge una mafia (maphia, se la llama) que se dedica a pasar a esos agonizantes a los países limítrofes, donde la muerte sigue acampando a su aire. Pero cuando ya todo el mundo se estaba haciendo a la idea, contradictoria todo hay que decirlo, porque es verdad que la tentación de la eternidad es bastante jugosa, la muerte vuelve a hacer su ominosa aparición. Pero ahora lo hace con una virulencia tan cronometrada, que nadie está libre de la inaplazable puntualidad de su llegada. La gente va recibiendo en un sobre color violeta el día y la hora de su óbito. La novela tiene dos partes muy bien diferenciadas. Narrada desde una voz omnisciente, esa omnisciencia tan característica de Saramago, hecha de calculado distanciamiento y solidario juego con el lector, la novela nos recuerda el afilado sarcasmo descriptivo de Ensayo sobre la lucidez y la maestría en el manejo de la problemática existencialista de El Evangelio según Jesucristo.
En las novelas de José Saramago no es habitual encontrar eso que Sartre llamaba en Qué es la literatura "verosimilitud psicológica". Su fuerza narrativa no estriba en los caracteres humanos. No es extraño que esto ocurra, toda vez que el mismo autor ha declarado alguna vez que él no es un novelista sino un ciudadano. Por esta razón, también consideró en la misma entrevista que quien habla en sus novelas no es ninguna voz omnisciente ni ninguna otra voz que no sea la suya propia. Habría que discrepar absolutamente con el autor. Al margen de su militancia de ciudadanía, en algunos tramos bastante discutible, José Saramago es un gran novelista. Y lo es en la medida en que supera esa inagotable ciudadanía con los resortes de la mejor maquinaria de producir ficción. Su literatura tiene que ver con eso que Magris, recurriendo a Hegel, llamaba "la prosa del mundo", la novela que tiene que representar al individuo en el país de la inhumana despersonalización del que es perplejo súbdito. Las intermitencias de la muerte lo confirma. Dueño a veces de un lenguaje literario tan cercano a esa prosa funcionarial de raigambre kafkiana, sabe a la vez conducir sin falsa amabilidad una radical ironía. En su nueva novela, José Saramago nos dice que la muerte mata infinitamente menos que los hombres. Elogio de esa luminosa fatalidad que nos libera del vértigo de la insoportable eternidad. Borges dijo un día que no hay elegía posible en la inmortalidad.
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