Desayuno con apocalipsis
Como declaraba recientemente al The New York Times un catedrático de teología, Craig C. Hill, predicar el fin de los tiempos tiene un interés intrínseco: "Si cuelgas un cartel para el sermón en el que se hable de nuestras obligaciones con los pobres no entrará nadie; si te refieres a Internet y el Anticristo atraerás a la gente". Hill, experto en el Nuevo Testamento, aludía al extraordinario auge de las doctrinas apocalípticas en Estados Unidos, sobre todo entre los evangélicos. Al parecer los últimos desastres naturales -el terremoto de Pakistán, el huracán Katrina, el tsunami en el sudeste asiático- o el anuncio de inminentes pandemias, como la que hipotéticamente desencadenará la gripe aviar, han avivado todavía más el fuego de los negros mensajes encendido por el terrorismo desde el 11 de septiembre de 2001 y los predicadores americanos se han lanzado a una frenética carrera para ver quién adivina el primero la senda de Armagedón.
De creer tales augurios el tercer milenio habría nacido con las peores perspectivas. Esto, desde luego, sería decididamente incómodo si uno no pudiera consolarse con la certidumbre de que los dos milenios anteriores tampoco fueron un camino de rosas. Sin ir más lejos, los que pasamos buena parte de nuestras vidas en el siglo XX podemos recordar perfectamente lo cercanas que sonaban las trompetas del apocalipsis cuando se calentaba la grotescamente llamada guerra fría e incluso más de uno rememora aquel día ya lejano de 1962 en el que en medio de la crisis de los misiles instalados en Cuba, cuando la batalla nuclear parecía inevitable, el mundo estaba maduro para que crujiera el Séptimo Sello. En cuanto a las hazañas religiosas milenaristas en las últimas décadas basta repasar la crónica de los suicidios colectivos, a veces con un millar de muertos, como el que ocurrió en Guayana, para tener un testimonio fiel de las muchas oportunidades que suscita el Anticristo.
Cuando a principios del siglo pasado, con coquetería lúgubre y arriesgada, los expresionistas definían su propia poética con la fórmula "de un apocalipsis a otro" no sólo reflejaban las convulsiones de su época sino que constataban un modo de proceder colectivo que, por distintas razones y por distintas circunstancias, ha causado honda fascinación en el hombre. Los expresionistas convirtieron en arte la erótica del apocalipsis, una mezcla de poder, dominio y subyugación a través de la cual el ser humano encauza y camufla su temor.
Sin embargo, el expresionismo no inventó nada con su poética ya que la historia humana, al menos cíclicamente, creía moverse "de un apocalipsis a otro": cuando no se esperaba el terror del Año Mil se esperaba la desaparición del mundo proclamada por Joaquin di Fiore en 1260; cuando los hombres no se atemorizaban con las profecías de Savonarola lo hacían con las de Nostradamus, cuando no era una guerra como la de los Treinta Años la que hacía pensar en el final de los tiempos era un maremoto como el de Lisboa en 1755 que cogía desprevenidos a los más optimistas ilustrados y los hacía releer las Revelaciones de San Juan.
Es tan cierto que hemos ido "de un apocalipsis a otro" que, en realidad, el discurso milenarista no tiene valor alguno ni para describir lo que acontece a nuestro alrededor ni, aun menos, para cambiarlo. Que el miedo humano ha generado la necesidad de visiones apocalípticas es algo que podemos comprobar al repasar cómo las distintas mitologías, y no únicamente la judía y la cristiana, han incorporado paisajes violentos sobre el final de los tiempos o el final de la humanidad. Esta circunstancia hace más evidente la continua utilización del fantasma apocalíptico como instrumento de poder.
En Estados Unidos, por ejemplo, los telepredicadores llevan años ofreciendo la pauta lingüística que con posterioridad han utilizado los políticos. La guerra de Irak ha servido para que se produjera una singular fusión entre el lenguaje de los predicadores y el de los ideólogos conservadores, la muestra más espectacular de la progresiva y peligrosa ósmosis entre religión y política. Algunos dirigentes americanos han llegado a tales extremos que sus afirmaciones se asemejan más, en el tono y en la forma, a las que hacen sus declarados enemigos de Irán -donde religión y política es todo uno- que a las que hubieran hecho cualquiera de sus antepasados en los cargos que ahora ocupan.
Pero el uso del fraude apocalíptico no es, por supuesto, exclusivo de Estados Unidos. En España, por acercarnos a nuestro terreno, la vida pública ha sido progresivamente afectada por la misma epidemia con la diferencia de que aquí, mucho más ausente la religión, el verbo del apocalipsis brota de la boca de predicadores mayoritariamente laicos, sin descartar alguna que otra aportación sacerdotal. Los predicadores de aquí son tertulianos, opinadores, periodistas que hacen de políticos, políticos que hacen de periodistas. Gracias a ellos la sociedad española se desayuna cada mañana, en especial si escucha las emisoras de radio, con su cotidiana ración de apocalipsis.
Curiosamente la entonación es siempre la misma y nada mejor para identificarla que subirse a un taxi y, deseoso de silencio, tener obligatoriamente que escuchar una tertulia de radiopredicadores. Siempre se suceden cinco fases: información (a poder ser tendenciosa), parodia, indignación, griterío, sarcasmo. Tras la publicidad otro tema, a no ser que se repita el mismo, y vuelta a empezar: voces enteradas, paródicas, indignadas, gritonas, sarcásticas. Da lo mismo el motivo. Si es fácil para los tertulianos, tipo el Estatuto de Cataluña, el ambiente se convierte en una hoguera surreal con la Bestia echando fuego por sus fauces. Pero la sana indignación de los predicadores apocalípticos se puede constatar igualmente si un príncipe se casa con una divorciada o el mar interrumpe brutalmente las vacaciones de muchos turistas.
Siempre estamos al borde del abismo, aunque sea un abismo que pronto olvidaremos. En esta perspectiva sólo hay dos bandos que a menudo intercambian sus papeles: inquisidores y culpables. En mu
-chas ocasiones surge un tercer grupo que fácilmente asimila a los otros dos: los bufones. Nuestra vida pública con demasiada frecuencia parece atrapada en el interior de este triángulo. En la medida en que disminuye la conciencia crítica y la participación cívica en las decisiones aumenta la capacidad de asumir las acusaciones del inquisidor, condenar al culpable y reír con el bufón.
Claro está que los predicadores no podrían soltar sus dosis de apocalipsis sin la complicidad de un ciudadano hechizado en parte aunque también apático y escéptico. El ciudadano español parece escuchar la obscenidad y banalidad políticas con la misma mezcla de fascinación y abulia con que observa la obscenidad y banalidad en la vida íntima de los otros en programas basura. En apariencia, por tanto, se muestra encantado con los pasteles apocalípticos que se le ofrecen. Pero también está muy distante de los pasteleros que los cocinan y esto, afortunadamente, a veces se nota en los resultados electorales.
Cuando oigo a nuestros predicadores apocalípticos diciendo tonterías trato de imaginar su cara e inevitablemente me viene a la memoria la imagen de Shigaliov descrita por Dostoievski en Los demonios: "Tenía el aspecto como si esperara el fin del mundo, pero no en un tiempo y espacio indefinidos, sino en una hora precisa, como por ejemplo pasado mañana por la mañana, a las diez y veinticinco minutos exactamente".
Rafael Argullol es escritor y filósofo.
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