Un guante de ante
Me alegra decir que Steve Martin, el canoso actor cómico al que algunos desdeñan y reprochan excesos de histrión (¡pero estaba estupendo en su duelo sin cuartel con Michael Caine en Un par de seductores; y también aguantó el tipo la mar de bien frente a la avasalladora simpatía de Eddie Murphy en Bowfinger!), es un hombre inteligente, un notable coleccionista de arte moderno y un escritor de ficción muy digno, según la crítica.
El otro día hojeé una de sus noveletas, Dependienta (Editorial Circe), que comienza así: "Si trabajas en la sección de guantes de Neiman's, estás vendiendo cosas que ya nadie compra...".
(Bien visto, Steve; en efecto, han caído en desuso, salvo en países de muy adversa climatología y en los desfiles de alta costura). Mirabelle, la dependienta y protagonista, es una joven alienada por varias razones, entre ellas el anacronismo de su empleo. Al principio del relato, la encontramos observando "a través del cristal del mostrador los guantes de cuero y de seda que son como peces recién pescados...".
¡No, Steve, no te pongas estupendo! ¡Como peces, no! Aunque la vitrina, en efecto, presente volumetría y transparencia de acuario, la metáfora está mal elegida. El guante no tiene nada de pez; por el contrario, es una prenda seca, una segunda piel tendente si me apuras al acartonamiento y la momificación, cuando se despareja y olvida al fondo de un cajón. Una prenda rica en sugerencias fetichistas de molde y estuche, de transferencias y ocultamientos, de disfraz y rituales, familiar de la máscara y de la prótesis.
En los romances y las novelas de capa y espada, son prendas dramáticas que las damiselas dejaban caer adrede y al descuido en el jardín de las Tullerías, para que los recogiese un mosquetero, o los perdían u olvidaban en casa del amante, y eso las comprometía; a los caballeros les gustaba usarlos para desafiar a duelo a un adversario, abofeteándole con sus fláccidos dedos o arrojándolos a sus pies.
Hoy un par de guantes es signo de distinción, en el sentido literal de los términos; pregona un prurito dandi y caprichoso de marcar distancias, cuando no delata alguna malformación, una enfermedad cutánea o la ausencia de un dedo amputado o una mano ortopédica; al fin y al cabo, éstos son también signos de distinción y retraimiento.
Compré el libro. Me recordaba Guantes Victoriano, la guantería barcelonesa por excelencia, que languidece en la esquina de Mallorca con Aribau y echará el cierre cuando se jubilen Luis y Carmen, pues sus hijos ya se han buscado la vida en otros empleos: la artesanía no tiene futuro. Sé que en la vitrina, como una urna, que hace las funciones de mostrador, yacen en sus fundas de celofán dos pares de guantes de mujer; son guantes de cuero de la calidad más fina, un par rojo y el otro amarillo. Los encargó hace dos años una clienta que luego no pasó a recogerlos, y ahí siguen, espléndidamente aislados por el celofán y el cristal, aguardando en silencio las delgadas manos femeninas que se metan en ellos y los animen... manos que quizá ya crían malvas o ahora se están probando otros guantes, en una tienda de Canberra o en Neiman's de Los Ángeles.
En el escaparate, expuestos en esas manos de madera que antaño eran de porcelana y se llamaban joyeros (las tenían las mujeres en los tocadores y colgaban en ellas los anillos), hay guantes de cuero de cabrito o de tané, de nobuk y pecarí, de seda, de lycra; mitones de punto y calado encaje, de ante, de la tela llamada piel de ángel; manoplas de profesional, y artículos de fantasía, junto a unos pocos sombreros en sus hormas de poliéster. Es fascinante como un truco de magia. Los fotógrafos surrealistas, Dora Maar y Man Ray tomaron imágenes de escaparates como éste, atravesados por sombras largas, alusivos a las fantasías y especulaciones sádicas caras a la sensualidad irritada de aquella secta artística, tan fecunda por otra parte.
Basta ver los guantes del escaparate de Victoriano para que se nos aparezca por simpatía el guante colgando de la punta de los dedos de la mano derecha del infante don Carlos, en el retrato de Velázquez que está en esa sala lateral del museo del Prado donde cuelgan varios retratos de caballeros vestidos de negro, sobre fondos desnudos, pardos, en una atmósfera de profundo silencio.
"Todos nos hemos extasiado ante la opulencia sorda y como involuntaria del calor sombrío y ante la aristocracia, la raza exquisita, de la mano que negligentemente sostiene el meñique del guante", dice D'Ors, con toda la razón.
Aquel desdichado don Carlos, que murió prematuramente poco tiempo después de que el pintor y "pájaro solitario" le plasmase en el lienzo, vestido de negro de la cabeza a los pies, con una cadena de oro en bandolera y un guante en la mano, se parecía mucho físicamente a su hermano Felipe IV, y además procuraba vestirse y peinarse igual que él; Velázquez pintó a los dos en la misma postura, con ropa parecida, sobre el mismo plano inclinado y el mismo fondo... de modo que no es extraño que durante mucho tiempo se confundiese el personaje retratado y se creyese que era el rey en sus años mozos. Pero en los otros retratos se ve que el monarca, de joven, cuando se proponía enderezar la suerte declinante del imperio heredado, tenía una mirada más despejada y optimista o que por lo menos revelaba cierta disposición a la actividad, mientras que la mirada del infante parece reflejar un alma un tanto sombría y desdeñosa, tan llena de orgullo como de angustia. O así me lo parece porque sé lo que le pasó.
Si no me equivoco, es a este cuadro al que Manuel Machado, incurriendo en la confusión que acabo de comentar, dedicó unos pocos, espléndidos tercetos bajo el título A un retrato de Felipe IV pintado por Velázquez. El poeta describe la tez del rey, pálida como la tarde; el "oro cansado" de su "pelo undoso" y el color de sus ojos, un azul "cobarde". Con esa adjetivación alude, sin necesidad de mencionarla, a la deriva de su reinado, triste y digna de llanto, llena de acontecimientos aciagos, de numerosísimas muertes en su familia, de sublevaciones en sus reinos, de bancarrotas y derrotas militares.
Dice el último terceto: "Y en vez de cetro real, sostiene apenas/ con desmayo galán un guante de ante/ la blanca mano de azuladas venas". Es un poema irreprochable y ejemplar. Sin embargo, cuando se publicó le fue muy criticada la aliteración del "guante de ante"; decían que con ella arruinaba el poema entero. Y cuentan que el pobre Manuel Machado en las tertulias se disculpaba y defendía, repitiendo:
-¡Es que el guante... es de ante!... Señores, ¡el guante es de ante!
museosecreto@hotmail.com
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