Santas pero indignas
Para quienes entendemos que las religiones no sólo forman parte de la historia política de los pueblos, sino que son los órganos más conservadores del organismo social, no nos resultará extraño saber que en las sociedades en las que impera el patriarcado sean éstas las instituciones que mejor preserven los valores del mismo. Quien entienda el budismo como una forma de espiritualidad tampoco debería extrañarse al comprobar que, cuando se institucionaliza, es decir, cuando se lo convierte en religión, adolezca de los mismos problemas que cualquier otra. Y si tenemos en cuenta que el hinduismo es una religión brahmánica, es decir, que fue instituida por las clases altas de una sociedad patriarcal, a la cual el Buda pertenecía, comprenderemos que sería pedir peras al olmo pretender que el Buda, además de atender a la integridad de las sendas espirituales, pretendiera también asumir el papel de reformador social. No era ése su cometido. No obstante, a pesar de ello, ofreció a las mujeres la posibilidad de entrar en la orden, aunque no sin ponerles condiciones: las ocho reglas especiales por las que se las obligaba a someterse y a subordinarse por completo a los monjes varones (cosa que, en tierras cristianas, no debiera de sorprendernos lo más mínimo). Es preciso hacer frente a lo más evidente: quienes emprendían un camino de renuncia se apartaban del mundo dejando las obligaciones a las que éste obliga. Ahora bien, las mujeres eran y siguen siendo la base de la sociedad india (también de la nuestra si nos paramos a pensar). Eran y son la mano de obra doméstica que no se paga, las que están al cuidado de la alimentación, de la procreación y del cobijo. ¿Cómo dejarlas marchar?
EL BUDISMO DESPUÉS DEL PATRIARCADO. Historia, análisis y reconstrucción feminista del budismo
Rita M. Gross
Trotta. Barcelona, 2005
462 páginas. 25 euros
El libro de Rita M. Gross es el
de una especialista que conoce el budismo desde dentro y trata con agudeza todos los aspectos del androcentrismo monacal, un tema que, si no es irrelevante para el feminismo, lo es menos aún para el budismo dado que sus principios doctrinales están en inmediata contradicción con la exclusión que las mujeres sufren aún en los monasterios no occidentales. Gross dedica la primera parte del ensayo a hacer un recorrido histórico del monacato femenino, las sucesivas aceptaciones y rechazos del mismo en los inicios del budismo indio, durante el periodo del mahayana y en el vajrayana indo-tibetano. Es bien sabido que toda historia se elabora a partir de las omisiones y que los hechos se seleccionan de acuerdo con los intereses de quienes la escriben. La autora pretende recuperar en la medida de lo posible esas omisiones que han hecho del budismo una historia escrita por varones para los varones. Son, por ejemplo, los therigatha, poemas de mujeres, de indudable riqueza testimonial, que llegaron a formar parte del canon pali, o el relato que algún discípulo entusiasta haya hecho de una maestra. Es interesante la descripción que hace del rol de las yoguinis o tántrikas en el budismo del Tíbet y el Nepal, mujeres itinerantes que practicaban una vía espiritual sin pertenecer a una comunidad religiosa. La biografía de alguna de ellas es una parte excepcional de esa gran historia silenciada de las maestras de espiritualidad.
En la segunda parte del libro, Gross pasa revista a los principales conceptos del budismo y los somete a un interesante análisis tendente a mostrar la dimensión andrógina del budismo. Uno de estos conceptos es el de karma. De acuerdo con la tradición popular, una mujer ha de aguardar un renacimiento masculino antes de iniciar un camino espiritual, lo cual solamente ocurrirá si cumple perfectamente el papel que le corresponde en esta encarnación. Es ésta una manera poco ingeniosa, por parte de los varones, de mantener el statu quo, pues por poco que se revise el concepto de karma vemos que no trata precisamente de reencarnaciones (una explicación burda y simplista del mismo) sino que está ligado al concepto de impermanencia, que es el núcleo de la enseñanza budista. Que nada es permanente significa también que no hay entidad que sea por sí misma y por siempre, que todo es relativo y en sí mismo vacío. Ser mujer u hombre es, desde ese punto de vista, una cuestión absolutamente inconsistente.
Pero, si todo es vacío ¿a qué viene embarcarse en una campaña feminista en el seno del budismo? La autora es consciente de estas y otras objeciones que puedan hacérsele y sabe defenderse: la meta del budismo es liberarse de la ilusión de un yo permanente, pero tal liberación no implica abolir la relatividad mundana en la que estamos. De lo que se trata es de despojar toda acción de los principios de individualidad (pasiones e intereses personales) que la enturbian y le restan eficacia. Al relatar su propia andadura, la autora confiesa: "Al igual que muchas feministas, me hallaba muy encerrada en mi propia ira, que utilizaba para protegerme (...). En términos budistas, había creado un ego a partir de la irritación feminista y quería protegerlo". Creo que esto merece meditarse.
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