Muerte lenta
"Morir por las ideas, de acuerdo, pero de muerte lenta" cantaba Georges Brassens como quien dice ayer, en un tiempo que era más dulce que el actual para la ironía, porque era más atento con las manifestaciones de la inteligencia. Un tiempo en el que construir y arriesgar con el pensamiento tenía más prestigio y estaba más de moda que ahora. (Elocuente la imagen de esos 59 segundos limitadores del debate televisivo en serio, mientras las sandeces y las vulgaridades ocupan las pantallas sin tiempo ni freno). Hoy lo irónico se intenta mucho menos, seguramente porque en un mundo que tiende a las presentaciones en blanco y negro es alta la probabilidad de que las dos pieles de la ironía sean mal interpretadas, entendidas sólo en superficie, en esa primera capa de sentido que es la falsa o la que sólo cuenta para ser revocada por la segunda.
En un mundo cada vez más alérgico a las segundas pieles de la realidad, más proclive a las confusiones entre versión y verdad, en un contexto cada vez más literal, es alto el riesgo de que el texto irónico se lea como una invitación a hacer justo lo contrario de lo que propone. Pero es en momentos así, en los que los argumentos y las conclusiones tienden a extraerse de la fortificación de lo propio y de la negación de lo ajeno, cuando la ironía resulta más necesaria, más útiles su método de revelado por contacto, de denuncia por espejo retrovisor. La canción de Brassens avanza en su irónico desguace -"morir por las ideas, muy bonito, pero ¿por cuáles?"- y nos recuerda que es muy frecuente que los defensores más entusiastas de esa teoría mortal lleguen a la edad de Matusalén. Básicamente porque mandan a morir a otros.
De entre las noticias recientes destaco la del kamikaze de diez años que saltó el otro día por los aires en Kirkuk al paso de un general iraquí. ¿Quería a su edad morir (y matar) por ideas? Me cuesta y me da vértigo imaginar lo que tenía en la cabeza ese niño envuelto en explosivos, corriendo hacia su destrucción. Sus ideas me las represento como un puré de emociones terribles recién descubiertas, de eslóganes siniestros recién memorizados; como un martilleo también de almibaradas promesas (envenenados caramelos de gloria). Todo naturalmente de importación, que a los diez años poco terreno hay para las cosechas ideológicas propias. En cambio, me imagino muy bien la mente de quien forró de dinamita a ese niño y le mandó a estrellarse. Con toda claridad me represento la naturaleza de las ideas, los valores, la concepción del mundo de quien, apretándole la cintura minúscula, le dijo: corre y cuando pase el convoy te tiras. Y se quedó seguramente presenciando la escena, esperando un feliz desenlace.
Y me vuelve la letra de Georges Brassens, y ojalá ese niño hubiera tenido la oportunidad de morir por sus ideas, pero de muerte lenta, lentísima. Una muerte a goteo de ochenta, noventa años o más. Y al cabo de esa lentitud, un buen día, de pensar en su cabeza cubierta de canas: vaya con las ideas que crecen y se transforman y acaban muriendo antes o contigo. Ojalá ese niño hubiera tenido la oportunidad de las canas, como los mandatarios, mandantes y mandones que casi siempre llegan a viejos, entre otras razones porque viven rodeados de cuidados, de los mejores médicos, de los más sofisticados tratamientos.
Y yo no sé dónde se esconde Bin Laden, pero allí donde esté lo imagino bien atendido, compensando con los muchísimos medios a su alcance su mala salud. Y luego ajusto la comparación a lo esencialmente comparable, y pienso en ese país famoso también por la calidad de sus avances científicos y de sus hospitales, donde el 20% de la población vive sin la protección de un seguro médico. Y pienso también que el otro día vi al Papa en la televisión y me pareció que tenía un aspecto estupendo, como si le hubieran quitado diez años de encima. Y se comprende, con una corte de profesionales de primera línea, atentos al más pequeño de sus estornudos. Mientras la gente muere en África de muerte veloz, sólo porque una goma es un pecado.
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