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Columna
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El abismo

¡Oh, Dios, el abismo! Ya está aquí otra vez. Cada paso que damos nos lleva derechos al abismo. ¿Y qué es exactamente el abismo? No se sabe, pero eso no detiene a quienes, a falta de una imagen mejor, hablan del abismo cada vez que no saben qué decir. Los indígenas de los bosques de eucalipto de las islas Guney dicen "papua-nee", para nombrar lo innombrable. Los indios de Guney no avanzan nunca más allá del círculo de coral porque temen que el mar, a partir de ese punto, no sea ya el mar que conocen y quieren, el mar que les baña y les alimenta. A partir del círculo de coral, el mar cambia de nombre, se vuelve "papua-nee", que es la palabra que en su idioma nombra a todo lo desconocido, a todo lo temido, al abismo. En Madrid, los ejércitos de lo desconocido llegan en el puente aéreo, con el Sport o El Mundo Deportivo bajo el brazo, y nosotros, los ciudadanos de estos bosques (a pesar de la tala de árboles, seguimos siendo la gente de estos bosques), les miramos asombrados sin comprender nada, mientras sujetamos bajo la axila, el As o el Marca. Hasta ahí las enormes diferencias que nos separan, que nos convierten en extraños, esa distancia infinita, imposible de cruzar, que algunos llaman el abismo. El problema está en que más allá de la letra pequeña de las grandes cuentas, los abismos ya no son lo que eran. Antes sí, cuando la tierra era plana y el sexo pecado, y los dragones se llevaban a las pastorcillas al caer la noche, y los gays se casaban con mujeres, antes sí había abismos como Dios manda con los que aterrorizar al populacho, pero eso se ha terminado. Ahora cualquiera puede ver a Pamela Anderson desnuda en la Red y olvidarse en dos minutos del nombre de su país y hasta del nombre de su madre, incluso del nombre del abismo. Aquí me voy a permitir citar, por un momento y salvando las distancias, a santa Teresa de Jesús, para que cada cual saque sus conclusiones: "Más temo a quienes tanto temen al demonio, que al demonio mismo".

Las tribus pequeñas tienen miedos muy grandes, las tribus grandes tienen miedos pequeños. Aquí le tememos a un abismo chiquitito, de andar por casa. Un abismo que se lo salta una reina recién nacida como si tal cosa. Esta semana, además de cambiarle los pañales a la historia, hemos discutido en Madrid, y digo hemos porque esta gente, mal que bien, nos representa, la distancia que separa las distintas leyendas de los pueblos distintos. Hemos hablado de las razones sentimentales que nos mantienen sujetos a las canciones de la infancia, hemos calculado el abismo que cabe dentro de una sonrisa conciliadora, y en resumen, nos hemos contado hermosos, y también temibles, cuentos. Una vez cerrados los cuentos, llegan las cuentas, que es lo que de verdad importa. Mas allá del círculo de coral de nuestras leyendas, se extiende un mar de páginas de economía donde se ventilan los verdaderos asuntos de ésta y de todas las naciones. Tal vez es ahí donde habría que buscar los pocos dragones que nos quedan. Mientras el pueblo se distrae con las sombras chinas, con la linterna mágica de las causas nobles, con la luz gloriosa de las banderas, con los chotis y las sardanas, las grandes empresas se absorben y se fusionan, se devoran unas a otras, se expanden y se contraen bajo la superficie de lo nuestro. Me da a mí que todos los asuntos del alma se arreglan, al final, con un lápiz en la mano. Como dicen en Madrid los camareros, mientras repasan de memoria las cervezas y las tapas consumidas: "Así que son...".

Hace ya mucho tiempo que cuando vamos al médico lo que de verdad nos preocupa no es cuánto nos va a doler, sino cuánto nos va a costar.

Los indígenas de los bosques de eucalipto de las islas de Guney, que también navegan en Internet, a las tetas de Pamela Anderson las llaman, "lima-lima", que en su idioma viene a nombrar todo lo bueno y todo lo santo. Al recibo de telefónica que reciben al final de cada mes le dicen "papua-nee".

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