El mal menor
¿Hasta dónde podemos llegar en la represión y en la suspensión de garantías cuando se trata de la persecución del terrorismo global? "La Comisión Europea", leo en un despacho de Efe, "ha anunciado que realizará un análisis técnico en el que incluirá contactos políticos sobre las informaciones que ayer publicó el diario The Washington Post, en las que asegura que la CIA mantiene cárceles secretas en Europa del Este".
El proceso de civilización que llega hasta hoy, un proceso que no es exactamente acumulativo y que puede perderse cuando arruinamos la moralidad y la contención, ha exigido de nuestras sociedades una limitación de la violencia, de su uso, de la represión. Antaño, muchos siglos atrás, buena parte de los conflictos se resolvían a mamporros o con las armas, con torturas y sevicias. Hoy, sin embargo, el uso de la violencia es muy limitado entre particulares, comparado con lo que fue; y su despliegue por el Estado está reducido a casos de defensa y estricta represión legal. El fundamento de esa represión basada en la Ley tiene un origen remoto y se asienta en la mejor tradición liberal, aquella que estableciera los derechos naturales de los individuos y que, por tanto, restringiera la violencia ejercida por el Gobierno a la Ley, a esa Ley que define previamente qué es delito, y a la Publicidad, a la rendición de cuentas ante los ciudadanos.
Si es cierto lo que denuncia The Washington Post, si es real la existencia de cárceles ocultas de la CIA en nuestro continente, entonces estaríamos ante una violación estricta de esos principios por parte de los estadounidenses y ante una colaboración de Gobiernos europeos en el ensañamiento. No nos hacemos ilusiones sobre los procedimientos angelicales de los servicios secretos, pero tampoco podemos resignarnos a esas ferocidades que ahora se revelan.
Esta circunstancia me ha hecho recordar un volumen que leí hace unos meses. Se trata de un libro interesante y discutible de Michael Ignatieff. Su título: El mal menor. Ética política en una era de terror. "Cuando las democracias luchan contra el terrorismo están defendiendo la máxima de que su vida política debería estar libre de violencia", empieza Ignatieff. Hace alusión, pues, a ese proceso de civilización que llega hasta hoy y que reduce el uso de la fuerza a lo estrictamente necesario. Combatir en serio el terrorismo es estrictamente necesario, por supuesto. Lo que no está tan claro es que los procedimientos tengan que ser ilegales e invisibles, porque si se empieza por emplear esos recursos de manera sistemática, entonces se destruye la superioridad ética de quienes combaten el terror.
Defendía Ignatieff una acción enérgica contra el terrorismo, incluso la práctica de una acción extralegal en situaciones extremas, una acción extralegal sometida, sin embargo, a seis principios o pruebas que limitaran los excesos punitivos o represivos: la prueba de la dignidad, la de la conservación (hábeas corpus), la de la efectividad, la del último recurso, la de la revisión contradictoria abierta (el control legislativo o judicial tan pronto como lo permita la necesidad) y la de solidaridad internacional (la aprobación de los organismos y aliados). La tesis del volumen era bien clara: "Tenemos que enfrentarnos a gente malvada y para acabar con ellos puede que necesitemos responder con la misma moneda. Si ése es el caso, ¿qué debemos hacer para que los males menores no se conviertan en mayores?".
Es decir, la lucha contra el terrorismo que emprenden las democracias exige la suspensión frecuente de las garantías para ser así más eficaces, reconocía Ignatieff. Admitir esto es una enseñanza realista de la acción represiva. Negar sin más esa posibilidad es situarse en un angelismo diplomático que pecaría de idealista. ¿Cómo hacer uso de instrumentos o procedimientos ilegítimos sin que esos recursos acaben por afectar o destruir la legitimidad democrática? Los procedimientos protegen los derechos de todos los seres humanos que pertenecen a ese sistema. ¿Y los delincuentes? ¿Y los terroristas? "Su derecho al debido proceso legal, a ser tratados con una dignidad básica, es independiente de la conducta y es irrevocable en toda circunstancia. Creemos que incluso nuestros enemigos merecen ser tratados como seres humanos", añadía Ignatieff. Además, y "en cualquier caso no podemos detener de forma preventiva a todos los que no están satisfechos en nuestro entorno".
Éstas son sencillamente algunas de las cosas en las que creemos, y no es fácil vivir de acuerdo con ellas. Suponen importantes restricciones a quienes ejercen el poder en nuestro nombre, restricciones que no son meramente procedimentales, limitaciones que son principios. "Ya que se trata de principios que no vamos a cumplir nunca en su totalidad", admitía Ignatieff, "crean una forma de sociedad que requiere como condición de su existencia involucrarse en un constante e institucionalizado proceso de autojustificación", una autojustificación basada en la Ley y en la Publicidad, añadiríamos nosotros.
Puede llegar a admitirse, según postulaba Ignatieff, que la suspensión de garantías sea un mal menor tolerable bajo determinadas circunstancias extremas, pues las excepciones no destruyen la norma. Pero una vez iniciado ese proceso de suspensión es fácil llegar al simple y frecuente escamoteo de las garantías. Con ello se pierde cualquier fundamentación legal y entonces estamos ya ante un mal mayor. O, como reconocía Ignatieff, "los grandes principios y los escrúpulos morales pueden perder su influjo sobre los interrogadores de las prisiones secretas del estado". Puede que empezaran "con ideales muy altos", pero es probable que acaben "traicionándolos", justamente porque son secretas esas cárceles.
Hay un cuento de Edgar Allan Poe que leí siendo adolescente y que todavía me impresiona. Es El pozo y el péndulo. Narrado en primera persona, alguien contaba las angustias, los temores a que debía hacer frente un prisionero de la Inquisición, un condenado a muerte. La prisión inmunda en la que estaba aherrojado albergaba instrumentos de tortura cuya ferocidad no revelaré, unos instrumentos que crean un clímax insoportable en el lector, solidario con el cautivo. Llegado un determinado momento todo cambia: "Una mano tendida sujetó mi brazo en el instante en, desmayado, me precipitaba al abismo. Era la del general Lasalle. El ejército francés acababa de entrar en Toledo. La Inquisición estaba en poder de sus enemigos".
Cuando leí este cuento no me pregunté cuál era el delito cometido por el cautivo. No me importaba. Cuando leí este relato creí que esa entrada triunfal, en los albores del mundo contemporáneo, acababa con las cárceles secretas, con la tortura, con las sevicias del despotismo. La historia posterior a la Inquisición, que luego estudié, me hizo enmendarme de tan tierno error. Ah, los bellos ideales de la adolescencia...
Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.
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