Paisajes
El tiempo pasa por las caras, por los sentimientos y por las palabras. Cuando yo era niño, la ciudad de Granada se vestía de fiesta para celebrar el 18 de julio. Era un día rojo en el calendario oficial para recordar el glorioso alzamiento nacional que había fundado la nueva España azul. Muchos historiadores de pacotilla, empeñados en suavizar la responsabilidad de los sectores más reaccionarios de 1936, discuten ahora sobre el inicio de la guerra civil. Afirman que la guerra empezó con la Revolución de Asturias o -y también lo he leído- con la unificación de las juventudes socialistas liderada por Santiago Carrillo. El que siempre tuvo claro cuándo empezó la guerra fue el general Francisco Franco, que celebró mientras pudo el día 18 de julio como fiesta nacional. Los niños de mi edad nos acostumbramos a identificar la bandera rojigualda y los vivas a España con el uniforme de un ejército dictatorial que había impuesto a fuego su ideología clerical y una represión cruel para evitar cualquier reivindicación de los trabajadores frente a la soberbia de los oligarcas. Hasta se nos llegó a olvidar que España había sido la gran ilusión de los liberales decimonónicos y de los republicanos que defendieron la democracia contra los ejércitos del Generalísimo. Se nos olvidó inluso que España había gritado en los títulos de Pablo Neruda, de César Vallejo y de tantos poetas del mundo para defenderse de una agresión totalitaria orquestada por el nazismo alemán y el fascismo italiano. Por eso nos resultaba difícil entender que nuestros viejos republicanos fuesen españolistas y escribieran sobre España. Nuestra experiencia era distinta a la de ellos, nos habíamos educado bajo el pavoroso españolismo de las banderas y las sotanas franquistas.
Siguió pasando el tiempo, los partidos políticos y la sociedad española conquistaron la democracia. La organización constitucional del territorio en comunidades autónomas significó no sólo una descentralización oportuna para democratizar la sociedad y alentar el crecimiento de las regiones más explotadas por el franquismo (Extremadura, Galicia y Andalucía), sino un modo de volver a reivindicar la palabra España como ámbito de convivencia libre. Mi hija, que acaba de cumplir 18 años, ha celebrado desde el colegio el 28 de febrero. El día de Andalucía, la bandera verdiblanca y el himno pertenecen a una celebración natural para ella, un aire de vida que acompañó sus pasos desde las pruebas festivas del atletismo escolar hasta su mayoría de edad. Si puede hablar con naturalidad de España es porque se siente respetada y libre en Andalucía. El tiempo pasa, y la palabra España ha vuelto a cambiar de significado. Las sílabas de España han tenido significados muy distintos para mi abuelo, mi padre, mi hija y yo. Discutir sobre España con argumentos esencialistas es perder la conciencia histórica y desconocer el país en el que hoy vivimos. Después de muchos años de Autonomía, la generación de mi hija, porque así la ha ido formando nuestra realidad, puede asistir como algo natural a un debate sobre competencias autonómicas. Conviene hacer política, discutir y pensar en las generaciones que están empezado a vivir en Andalucía y en España. A ellas hay que dirigirse, no a los sucesivos fantasmas del pasado.
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