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Columna
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Desencanto electoral

Regreso de Polonia, donde los ciudadanos acaban de elegir presidente a Lech Kaczynski, el aspirante más conservador de los dos políticos de derechas que llegaron hasta la recta final. Eso no es lo más preocupante, sino el que la mitad de los electores haya pasado olímpicamente de la jornada electoral, para disgusto del defraudado Lech Walesa, quien en su día se jugó el tipo frente al comunismo tratando de instaurar la democracia.

En ese aspecto, en el del desencanto político, Polonia se ha alineado ya en sólo quince años con otras democracias consolidadas, donde una gran parte de los ciudadanos no ejercita su derecho a votar.

Nosotros, sin tanta precipitación, llevamos también el mismo camino. Lo dice la menguante participación electoral y lo vaticinan para el futuro las encuestas: los votantes se sienten cada vez menos representados por los políticos, a quienes ven ajenos a sus problemas cotidianos y preocupados, en cambio, por intereses particulares o motivaciones partidistas. Esa contradicción la acaba de evidenciar la aprobación del proyecto de nuevo Estatut por los partidos catalanes. Un tema como ése, situado entre las últimas urgencias de los ciudadanos, les ha ocupado obsesivamente a los políticos todo lo que llevan de legislatura en Cataluña y ha sido votado afirmativamente por el 88% de los parlamentarios.

No es de extrañar que, en previsión de contradicciones de este tipo, ciudadanos con la lucidez intelectual de Arcadi Espada, Albert Boadella, Félix Ruiz de Azúa y otros reclamen la creación de nuevos partidos que hagan coincidir sus preferencias y sus intereses con los de la gente del común.

Pero hay más motivos de preocupación. En nuestro país, la crónica política de estos últimos años ha pasado de puntillas sobre escándalos clamorosos -caso Naseiro, concesión de las tragaperras vascas, desvío de fondos en Casinos de Cataluña, Filesas varias, denuncia de Maragall de la mordida del 3%...- en los que la alargada sombra de la corrupción política apenas si se ha sustanciado en los tribunales. Como excepción, la Audiencia de Barcelona acaba de condenar a Carme Fargas y otros ocho militantes de Unió por el desvío de un millón de euros ¡hace más de diez años!, sin querer hurgar más a fondo.

No me refiero aquí al caso Fabra, que apenas si ha iniciado su larguísimo itinerario por los tribunales y que quizá se resuelva con suerte en la próxima década. Al margen de la presunción de inocencia que ampara al presidente de la Diputación de Castellón, gran parte de los ciudadanos, escamados ante la reiterada actuación de muchos políticos, cree que nuestro hombre ha debido incurrir en algún tipo de responsabilidad.

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Lo peor de estas sospechas y del subsiguiente desánimo que provocan es que la gente aprende a convivir con ellas como si tal cosa. Un buen conocedor de la psicología colectiva como Enrique Tierno Galván acuñó una frase antológica llena de cinismo: "Las promesas electorales están hechas para ser incumplidas".

En eso estamos. Si comparamos cualquier programa electoral con sus resultados al final del período en que ha estado vigente, no suele haberse cumplido ni el 40%. Aunque el partido de turno lógicamente lo niegue, puede comprobarse ante la reiteración de la promesa en las elecciones siguientes. Y en las siguientes a las siguientes.

Los ciudadanos aguantamos, pues, carros y carretas ante unos partidos con un poder orgánico demoledor. Sobreviven a sus propias contradicciones y hasta a las luchas fratricidas, como le pasó entre nosotros al PSPV-PSOE en los años 90 y como le acontece ahora a un PP que zigzaguea entre campsismo y zaplanismo. Lo saben de sobra todos aquellos disidentes que intentan sin éxito crear organizaciones alternativas y acaban en el ostracismo más absoluto.

El poder político de los partidos en los regímenes parlamentarios de sistema proporcional es tal que "quien se mueve no sale en la foto", como amenazó en su día Alfonso Guerra. Lo evidencia ahora Rodríguez Zapatero, al reducir al silencio a los más díscolos de sus correligionarios frente al Estatut de Cataluña. Y es que, mientras los partidos lo son todo, nuestros parlamentarios/as sólo son unas personas intercambiables que exclusivamente aparecen en las listas electorales si se someten al dictado de los dirigentes.

Quien crea que esto no es así que me diga cuántos nombres recuerda de concejales, diputados autonómicos o nacionales que figuran en las listas que él votó. Ante comprobación de un desconocimiento tan desalentador, hay pues motivos de sobra para el desencanto electoral.

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