Esperaban otra cosa de nosotros
El Estatuto se está convirtiendo en una especie de maldición humana cuyo eco persigue a los catalanes donde quiera que vayan. Parece una iniciativa pensada por nuestros rivales para distraer nuestra atención y energías de aquellas cosas que condicionarán nuestro éxito en la carrera por ganar el futuro económico y social. Además de tener que vivir con el mandamiento bíblico de "ganarás el pan con el sudor de tu frente", los catalanes parecen destinados a soportar una nueva maldición en este comienzo del siglo XXI: "Discutirás sobre el Estatuto, quieras o no".
Fatigado por este esfuerzo, hace meses decidí no permitir que el vértigo de este debate me distrajera de analizar en estas páginas aquellos problemas y tendencias de la economía y la tecnología que van a influir de forma determinante en el bienestar presente y futuro de todos nosotros. Una economía como la catalana en la que el empleo y la creación de riqueza dependen aún de forma prioritaria de la industria manufacturera, la agricultura y el turismo tiene que estar muy atenta a lo que sucede en aquellas economías emergentes que compiten cada vez con más intensidad con nosotros en cada una de esas actividades. Por ese motivo, aprovechando un viaje de estudios organizado por el Plan Estratégico Metropolitano y de Barcelona, me fui a China para intentar comprender mejor cuáles son los retos y las oportunidades que esa realidad tan dinámica significa para nuestra economía. Pero he de decir que ni en China es posible aislarse de los ecos del Estatuto.
Mi intención, a la vuelta, era comentar las impresiones que causa ver el espectáculo del crecimiento económico en toda su intensidad y dimensión, con sus oportunidades y desigualdades descarnadas. Un espectáculo que, por cierto, me recuerda el crecimiento económico español que tuvo lugar en "los felices sesenta", en expresión de Manuel Vázquez Montalbán, con la diferencia de que aquí se trataba de 36 millones de españoles afanándose en labrar un futuro mejor y allí son 1.300 millones. Pero habrá que dejarlo para más adelante, porque una sola semana en España y de nuevo el vértigo del Estatuto vuelve a llenarlo todo. No hay acto, conferencia, reunión o conversación en la que el tema no surja de forma inevitable. Y si estás en cualquier otro lugar de España, en cuanto te identifican como catalán es inevitable el tener que entrar al trapo. Recordando el título de la novela de Juan Marsé, estamos encerrados con un solo juguete.
Hay preocupación en muchos españoles por la situación abierta por el Estatuto. No me refiero al ruido estridente que proyectan algunos. Hablo de la preocupación de muchos ciudadanos sensatos a lo largo y ancho de toda España que no tienen en principio rechazo alguno hacia Cataluña, sino, al contrario, sienten hacia ella un fondo de confianza y admiración, y que contemplan ahora desconcertados la situación creada por el Estatuto. No podemos desconocer ni meter en el mismo saco el tremendismo de algunos con la preocupación de muchos. Hemos de hacer un esfuerzo por comprender por qué les ha desconcertado la propuesta de Estatuto que ha hecho el Parlamento catalán.
Esperaban otra cosa de Cataluña. Esperaban una propuesta para modernizar la España del siglo XXI, un liderazgo social y político para avanzar juntos frente a los retos que plantea un escenario económico de por sí difícil y en el que, por añadidura, hemos perdido -cedido a la Unión Europea- algunos elementos de soberanía política importantes -como la moneda y las aduanas-, instrumentos que durante más de un siglo y medio nos permitieron elaborar políticas comunes y compartir los mismos afanes. Y cuando más difícil se ve el futuro, cuando además la propia UE nos va a ir reduciendo los recursos que hasta ahora nos transfería, reciben un proyecto que, más allá de algunas inconstitucionalidades que pueda contener, entienden que es una propuesta para dejar de viajar juntos en el mismo tren. Esperaban una propuesta para liderar la construcción de la España plural del siglo XXI, y se han encontrado con un proyecto endogámico que muchos perciben como una pieza de cierre de un proyecto político nacionalista a la francesa, propio del siglo XIX y comienzos del XX, pero en modo alguno adecuado al mundo globalizado del siglo XXI.
Quizá sea el escritor gallego Suso de Toro quien mejor ha expresado esta desazón. Su intervención el jueves pasado en el Colegio de Periodistas de Cataluña, en la presentación de un libro coordinado por Carmen Valls y Michael Donaldson (Hacia una España plural, social y federal), merecería ser conocida y leída por todos aquellos que desde aquí no acaban de comprender la preocupación y la reacción que el proyecto de Estatuto ha provocado a lo largo y ancho de España.
Pero también veo preocupación creciente en muchos catalanes. No sólo en los empresarios, cada vez más asustados por la reacción que sus productos e iniciativas empresariales encuentran en el resto de España, sino en muchos ciudadanos de profesión diversa. Estos días me he encontrado con una coincidencia sorprendente. Por un lado, un joven y reconocido abogado barcelonés me comentó que tiene mala conciencia y que se pregunta si dentro de cinco años no se arrepentirá de haber callado en este momento. Y, por otro, he escuchado la misma reflexión por parte de otros ciudadanos de condición diversa. Esa misma reflexión es la que ha llevado al conocido notario, y colaborador de estas páginas, Juan José Burniol a escribir el jueves un artículo desgarrador en El Periódico de Cataluña. Y a la directora de cine Isabel Coixet a decir en la entrevista de la contraportada de este diario de la edición del domingo que se siente como Pepe Isbert en El pisito: "Con la alegría que yo traía...", "El día más feliz de mi vida...", para acabar señalando que cree que estamos perdiendo una oportunidad brutal para hacer las cosas bien. Yo también lo creo.
Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.