¿Una segunda transición?
En línea con lo escrito en anterior ocasión, pienso que estamos ante otro de los nubarrones que, expresándolo bien clarito, pueden dañar muy seriamente nuestra actual democracia. Permítaseme un ligero recordatorio.
Tanto para quienes sufrieron la última guerra civil, por cierto ahora y sin que venga a cuento tan machaconamente recordada por doquier, como para quienes tuvimos la suerte de no vivirla, al llegar los momentos de la transición se nos abrió un muy amplio horizonte de ilusión. ¡Por fin un cambio de régimen no traumático! ¡Por fin una Constitución que iba a durar precisamente porque era obra de todos y no de un grupo vencedor, tal como con loable insistencia repetía y sigue repitiendo el ahora añorado hasta por la derecha Alfonso Guerra! ¡Por fin no iba a correr la sangre de hermanos! En suma, por fin llegábamos a ser capaces de gestar una larga etapa de sosiego político, frente a tantas experiencias bélicas, a tanto revanchismo y a tanto pasado cainita. Y de este modo, con esta ilusión, comenzamos la andadura gestada entre 1976 y 1978 gracias al sacrificio de todos. Repito: de todos.
Pero hace bien poco, las cosas empezaron a torcerse. Y sin que ningún evento importante haya ocurrido, aparece el fantasma de que hay que hacer "la segunda transición". No se sabe bien la causa. Nada motiva este anunciado (¿o ya comenzado?) dislate. Lo lanzan algunos políticos y se airea en algunos medios de comunicación. No se acompaña nada más que de un supuesto argumento que justifique la demanda: hay que hacer ahora y como sea lo que, por una razón u otra, no se quiso o no se pudo hacer entonces. Peligrosa excusa que todo lo olvida. ¡Otra vez a empezar de cero! ¡Otra vez a poner en serio peligro lo conseguido y a perder una nueva ocasión en nuestra historia!
Si la demanda no se formulara de forma tan contundente y, sobre todo, si no se explicitara comparativamente ("hacer lo que no se hizo"), el problema casi no existiría. En política democrática, transitar puede significar únicamente andar avanzando; es decir, lo contrario de retroceder. Pero tal como se anuncia es todo una carga en profundidad. Y una carga llena de incógnitas. ¿Dar el salto a un Estado federal o confederal? ¿Entrar en lo del Estado asociado? ¿Pasar por lo de la soberanía compartida? ¿Inclinarnos ante lo de varias naciones y cuántas? ¿Quién, cómo y con qué argumentos se detendría la hemorragia de pretensiones de autodeterminación? ¿Qué cadena de "hechos diferenciales" acabaría diluyendo lo común que se llama España? ¿Con qué grado de consenso se abordaría cualquiera de estas posibles opciones? Y llegados hasta aquí, ¿por qué no más preguntas que el lector puede ya adivinar? Digámoslo sin miedo: ¿entraría en el lote la discusión sobre la Monarquía, a la postre el símbolo más unitivo en la realidad actual? ¿Hacia la República o hacia varias repúblicas? Por supuesto, nueva Constitución. ¡Otra vez al paritorio constitucional en el que tantas veces ha estado nuestro hermoso y maltratado país! Sigamos sin miedo: ¿habría de nuevo ruido de sables? ¿Por qué sí o por qué no? El rosario de preguntas me produce escalofrío.
Pienso que no es posible negar que tan insensata propuesta tiene dos penosos asideros. Por un lado, el revanchismo hacia el inmediato pasado. El "purgar ahora lo que entonces se acordó no purgar". Esto lleva, inevitablemente, a un nuevo enfrentamiento entre españoles, se confiese o no. Y vuelta a las andadas. ¿Hay alguien tan insensato que así lo desee? Y, por otro, el repentino auge de los nacionalismos excluyentes con lo que esconden detrás. Y digo "excluyentes" porque el nacionalismo, en sí, no tiene necesariamente que ser perverso. Sin duda ha habido y hay un nacionalismo español. Como lo hay francés o norteamericano. Pero, en estos casos, no son excluyentes, sino integradores, que es algo muy diferente. Nacionalismos basados en lo común, que es lo que ha dado vida a las modernas naciones y, tras ello, a los modernos Estados. La comparación entre ambas clases no se sostiene desde ningún punto de vista.
No. No es una segunda transición lo que nuestra actual democracia está necesitando. Es algo muy distinto. Es aceptar que estamos ante una democracia mejorable y poner manos a la obra. En no pocos terrenos, ciertamente. Pero sin destruir nada. Sin empezar de nuevo.
Mejorar nuestra democracia es no confundir lo plural con lo privilegiado o lo insolidario. La diferencia es un fenómeno universal, querido por la misma naturaleza, pero que, per se, a lo que da derecho es a la igualdad, no a la superioridad. La democracia obliga a aceptar al distinto y a lo distinto, pero no a premiar la distinción. Precisamente en la creencia en la superioridad radica la base de los movimientos totalitarios. A la historia europea del siglo XX me remito. Mejorar nuestra democracia es lanzarse con urgencia a la consolidación de una cultura cívica de la que todavía estamos bien lejos. Mejorar nuestra democracia es sacar a este país de la panmediocridad que lo está empobreciendo en demasía, con una televisión al servicio de unos u otros, pero con una total ausencia de calidad a la que nadie quiere enfrentarse. Ni derecha, ni izquierda. Mejorar nuestra democracia es alejarla con rapidez y de veras del muy grave peligro que comporta la partitocracia, que es, precisamente, todo lo contrario al sentir y al participar democráticos. Mejorar nuestra democracia es enseñar a los grandes partidos a delimitar unos temas fundamentales de Estado que requieren, por esencia y para su duración en el tiempo, del acuerdo insoslayable de dichos grandes: la defensa nacional, la política que afecte a la organización nacional del Estado (sí, comenzando por los Estatutos de autonomía), la justicia, la enseñanza, la Universidad, la sanidad, etcétera. La República Federal de Alemania acaba de darnos buen ejemplo de lo que sostengo. Mejorar nuestra democracia es favorecer y no dificultar la voz y la participación directa de los ciudadanos, al igual que, antes de tomar una decisión importante, oír la opinión de los interesados: estamos ya ante lo que los especialistas llaman la codecisión. Mejorar nuestra democracia es evitar el continuo cruce de insultos entre Gobierno y oposición. Y algunas cosas más que están en la mente de todos: la recuperación de valores por parte de nuestra consumista juventud, el rescate del principio de autoridad, el asumir el pasado y mirar al futuro, etcétera.
Si en todo esto consistiera una nueva transición, formulada como gran empresa nacional, estaríamos todos prestos a la tarea. Pero si no es así, si seguimos en el desconcierto y en los sinsentidos de cada día, lo único que conseguiremos es acabar con algo fundamental con lo que iniciaba estos párrafos: la pérdida generacional de la ilusión. Y sin un tanto de ilusión ciudadana por lo conseguido y por lo establecido, puede pasar cualquier cosa. Hasta lo peor.
Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político en la Universidad de Zaragoza.
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