Ultramar en octubre
Soy sospechoso. En esta fugaz semana americana he recibido dos veces las cuatro eses en la tarjeta de embarque que conducen a un control especialmente riguroso. Tanto en Nueva York como en San Francisco, el azar o el indicio marcan los documentos de vuelo con la ominosa SSSS que sólo algunos bloggers aseguran saber descifrar, y el pasajero se somete dócil a un inquietante análisis de ropa y equipaje en busca de rastros de explosivos o droga, y a un interminable examen y cacheo bajo un rótulo donde se advierte que las observaciones jocosas pueden provocar un proceso penal. Frente a la supervisión unánime y amable de los agentes de inmigración, la opacidad arbitraria de la Homeland Security evidencia lo extenso de los territorios que la libertad está cediendo al miedo. Es mi tercera visita a Estados Unidos en el año, y cada viaje lo inicio con más desgana.
El nuevo Museo de Young es el icono lacónico del que hasta ahora San Francisco no había sabido dotarse, y un lugar de encuentro luminoso donde la ciudad se recoge y se contempla
El lunes en Los Ángeles amanece con niebla pronto disuelta, y el fragor automovilístico que colapsa las freeways apaga el estruendo mediático de los incendios del fin de semana, que apenas humean ya en la distancia. Eric Owen Moss me mostró el domingo esa utopía fracturada y suburbana que son sus galpones pragmáticos y escultóricos de Culver City, y he visitado también la tienda de Prada en el ostentóreo Rodeo Drive, una obra de Rem Koolhaas menos comentada que la del Soho neoyorquino, pero mejor resuelta en los itinerarios que se enredan con la gran onda escalonada, más sensual en los exactos materiales esponjosos o translúcidos, y más seductora en el laberinto de galerías que trazan bajo las aceras escaparates subterráneos. Este primer día laborable vuelvo a pasear por Bunker Hill, un corazón cívico regenerado por edificios culturales y la transformación de oficinas en lofts residenciales, pero también sitiado por un ejército sombrío de 80.000 homeless que acampan en sus márgenes, arrastrados hacia el clima benigno de California por la clausura de las instituciones psiquiátricas y la descomposición de las familias. En este lugar de contrastes, el Disney Hall de Frank Gehry levanta su hermosa flor de acero en Grand Avenue, con su pintoresco jardín elevado y la teatral apertura que se derrama hacia la calle, fingiendo una urbanidad irónicamente subvertida por la catarata interior de escaleras que canalizan el flujo de espectadores hasta los innumerables sótanos de aparcamiento. Una manzana más allá define su perímetro de fortaleza la catedral de Rafael Moneo, marcada por el rotundo campanario y delicada en los techos de espiga y la cruz de hormigón sobre el alabastro, pero equívoca en su acceso, muda desde la autopista limítrofe, y desfigurada por la proliferación de imaginería deplorable, testimonio de la sensibilidad roma del cardenal Mahoney, al que supongo ha de atribuirse la atroz cripta funeraria que tiene a Gregory Peck como más notorio inquilino. Y al pie de la colina, el Caltrans de Morphosis coloniza su emplazamiento con energía distraída y musculosas decoraciones catastróficas que oscilan entre la cita titánica de los constructivistas rusos y el homenaje malgré soi al ready made industrial o al bricolaje salvaje de carretera. La conferencia de la tarde tiene lugar en la nave de SCI-Arc, un espacio fabril donde se encuentran profesores que han transitado de la deconstrucción manufacturada al organicismo informático con alumnos exhaustos ante la exacerbación formal de este expresionismo exuberante que alimentan al alimón la prosperidad y el clima.
El martes en San Francisco lo
dedico en exclusiva al Museo de Young, una obra de Herzog & De Meuron que recorro en vísperas de su apertura con la directora del proyecto en el museo, la imprescindible Deborah Frieden. Cuando hace unos años vine a hablar en Berkeley aproveché para constatar tanto la frustración producida por los rutinarios edificios de Mario Botta y Fumihiko Maki en el núcleo cultural del centro urbano como el deslumbramiento causado por la bodega Dominus de los suizos en el valle de Napa, un prisma brutal y exquisito de gaviones de basalto. Ahora, tras la polémica suscitada por el proyecto del museo -que sustituye a un edificio de principios de siglo en el Golden Gate Park, dañado por el terremoto de 1989-, resulta emocionante comprobar que la sede de esta institución centenaria está a la altura de sus colecciones artístico-etnográficas, y que su composición de piezas entrelazadas para conectar los relatos expositivos dejando profundas hendiduras de luz y vegetación en el interior, o su piel de cobre -que verdeará con el tiempo- repujada y perforada con una interpretación pixelada del follaje, habrán de persuadir a los aún reticentes. Enriquecido por obras realizadas ex profeso tan enigmáticas como la grieta lírica de Goldsworthy o el estroncio microfotografiado por Richter, y coronado por una torre mirador de 45 metros de altura que se gira en torsión para alinearse con la malla urbana, el nuevo de Young es el icono lacónico del que hasta ahora San Francisco no había sabido dotarse, y un lugar de encuentro luminoso donde la ciudad se recoge y se contempla.
El miércoles en Vancouver gira alrededor de los sobrecogedores paisajes del Pacífico canadiense, que estremecen al visitante desde el momento que sobrevuela las islas del golfo, amortajadas en la bruma del otoño. Bajo la lluvia intermitente descubro la urbanidad sosegada de una ciudad ordenada y amable, con un tercio de población asiática y una economía que hasta hace poco descansaba en la pesca, la minería y la madera. Aquí, la visita obligada pasa por el más prometedor estudio emergente, y John Patkau nos guía hasta su última casa, una refinada residencia de hormigón al borde del agua para un joven millonario chino que tiene una piscina suspendida, un hermético cuarto de música para los ensayos de su grupo de rock y una foto junto a la cama en la que, a falta de familia, reúne en formación sus siete coches de lujo, para los que el garaje dispone de almacenaje vertical. Pero el más importante arquitecto local es el anciano Arthur Erickson, y tras visitar su capolavoro, el monumental y tectónico Museo de Antropología, tengo la fortuna de hablar en un auditorio proyectado por él, que se ciñe al movimiento y la palabra como un guante muy usado.
El jueves en Seattle tiene como objetivo inevitable la biblioteca pública de Rem Koolhaas, un gran cristal tallado cuya estética Stealth ha tenido una acogida curiosamente exenta de polémica, por más que los jóvenes reprochen al holandés haber alcanzado la maestría con una escultura facetada que contradice sus postulados más extremos, y que en todo caso orquesta con inteligencia estratégica y elegancia material un programa poliédrico. Caudalosamente ocupada por usuarios humildes, los títulos en préstamo que muestra en tiempo real una instalación artística acaban de perfilar su condición asistencial. Más melancólica resulta la visita al Experience Music Project de Frank Gehry, una amalgama informe de irisados bultos caóticos que ni siquiera se redime por el monorraíl que la atraviesa o la proximidad ferial de una montaña rusa, y cuya confusión caprichosa resulta aún más evidente cuando se la contempla desde las alturas de la Space Needle, la esbelta aguja-observatorio construida para la exposición de 1962. La ciudad de Jimi Hendrix es también la de Steven Holl, pero su capilla universitaria decepcionará a la mayoría: equilibrada en su implantación, y exacta en sus detalles, la escenografía trivial de su interior, con luces rasantes coloreadas que pretenden crear una atmósfera espiritual, resulta artificiosa y cursi, en desfavorable contraste con la pedagogía constructiva de las tilt-up walls. En todo caso es mejor que los blobs de Gehry, o el pop acartonado y recortable del museo de Venturi y Scott Brown, obras indignas de un lugar donde la extensión unánime de los hangares de Boeing es todavía la imagen más memorable, que el universo virtual de Microsoft no ha conseguido disolver; pese a la información oceánica de la red, los arquitectos siguen comprando entradas para asistir a una conferencia, y esa persistencia tenaz de la presencia física no deja de sorprenderme.
El viernes en Minneapolis es
desapacible, y la escala en el Medio Oeste no tiene otro propósito que la visita del recién inaugurado Walker Art Center, un proyecto de Herzog & De Meuron recibido con muchos elogios y algunas reservas. Todos han destacado la habilidad con la que las nuevas salas enhebran sus recorridos con la vieja sede de Edward Larrabee Barnes, la destreza con la que el edificio se relaciona con la avenida y el plácido parque trasero, o la inventiva de los materiales, que aquí incluyen un revestimiento de paneles de aluminio troquelados para darles aspecto de papel arrugado; pero no todos han entendido las perforaciones azarosas de la piel exterior, o el empleo en el teatro y las embocaduras de las salas de un patrón decorativo inspirado en la sensualidad de la lencería de encaje. Sin embargo, es difícil ser objetivo cuando la obra se recorre en la cálida compañía de la directora Kathy Halbreich, una neoyorquina que ha mantenido alta la reputación de un museo modélico por su integridad y su consistencia. La escala en las Twin Cities permite también familiarizarse con el singular sistema de corredores elevados que conecta todo el centro de Minneapolis a resguardo del riguroso invierno, explorar los antecedentes del Guggenheim bilbaíno en el eficaz y llamativo Museo Weisman de Gehry, y apenarse con la clamorosa señal de alarma que sobre la trayectoria de Jean Nouvel lanza su Guthrie Theater, una colosal obra a orillas del Misisipi que es su primera construcción americana, pero donde cada decisión y cada detalle -desde la sala clónica al voladizo gimnástico sobre el río- evidencia un descontrol que no hace justicia a la institución ni a los antecedentes del arquitecto. El sábado regreso por Chicago, y en el viaje no recibo ninguna SSSS. ¿Habré dejado de ser sospechoso?
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