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Columna
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Escenografías y decorados

Soledad Gallego-Díaz

Para quien lleve años ejerciendo el periodismo quizás lo más sorprendente de los cambios experimentados por su oficio no sea la irrupción del mundo digital ni la aparición de nuevos, y magníficos, soportes para la difusión de la información, sino la rapidez y la creciente brutalidad con la que se extiende en muchos sectores políticos, económicos y profesionales de las sociedades democráticas el uso de mecanismos de engaño y de mentira cada vez más descomunales. La cada vez más extensa y sutil malla tejida con declaraciones y matices microscópicos cuyo respeto se exige, pero que, en su conjunto, actúa como una impenetrable pantalla que oculta la realidad y permite seguir trajinando por detrás, con total opacidad. La facilidad con la que se "montan" escenografías y decorados y la dificultad con la que se llega a las auténticas historias, a lo que está realmente sucediendo en la calle, a la vuelta de la esquina o en el despacho del piso 24.

El caso más actual es el de la periodista norteamericana Judith Miller y su detestable papel en la posible venganza de altos cargos de la Casa Blanca contra el diplomático que desmintió el intento de Sadam Husein de comprar uranio en Níger. O lo que sería todavía peor, su papel a la hora de facilitar al Gobierno de George Bush y de Dick Cheney el gran engaño de la existencia de armas de destrucción masiva en Irak y de justificar ante la opinión pública norteamericana la invasión del Bagdad, con decorados y argumentos rigurosamente falsos.

Miller reclamó la solidaridad de los periodistas de todo el mundo para defender la confidencialidad de sus fuentes y la obtuvo de muchos de nosotros. Lo hiciera por lo que lo hiciera (para defenderse a sí misma, para intentar restaurar su dañado prestigio o simplemente para ayudar a sus fuentes a seguir mintiendo), la confidencialidad seguirá siendo imprescindible para el ejercicio del periodismo y seguirá mereciendo el apoyo decidido de los periodistas. Aunque Miller haya prostituido esa obligación profesional.

Es ese mismo principio el que, en otras ocasiones, permite precisamente lo contrario de lo que ella ha hecho: desvelar la realidad. Esta misma semana, mientras la famosa periodista ponía en evidencia a The New York Times, otros dos reporteros menos conocidos del mismo periódico obtenían un memorándum interno de la mayor red de almacenes del mundo, Wal-Mart, en el que se explica a sus ejecutivos una nueva idea para reducir los costes de los seguros de enfermedad de los nuevos empleados: todos los solicitantes, tengan o no que desarrollar un trabajo físico intenso, serán sometidos a determinadas pruebas de esfuerzo a fin de calcular quiénes tienen mejor salud. Todo ello en una corporación en la que el 46% de sus 1,3 millones de empleados y de sus hijos ya se ve obligado a acudir a la beneficencia cuando enferman porque no disponen de seguro. Una corporación en la que se habla de "asociados" en lugar de empleados y en la que se asegura que se está intentado servirles mejor "ofreciéndoles mayor libertad y capacidad de elección".

Realidades que están a la vuelta de la esquina y que sólo pueden ser conocidas gracias a ese empleado de Wal-Mart que arriesga su empleo y fotocopia el memorándum y a esos reporteros que nunca revelarán su nombre.

A todos los periodistas nos conviene que el The New York Times investigue hasta el final el trabajo de Judith Miller. Es realmente importante que se sepa cómo actuaron algunos periodistas ante una de la historias más representativas de nuestro tiempo: la construcción del descomunal caso de las armas nucleares, químicas y biológicas de Irak. De ello depende que se puedan ir reconstruyendo los instrumentos básicos de este oficio y la confianza de los ciudadanos. Que se desentrañen los mecanismos de falsificación y engaño y se aprenda cómo ir haciéndoles frente. Que se puedan seguir contando historias como la del Wal-Mart.

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